El toro bravo remata en los burladeros como si recordara la primera vez que embistió al engaño de una sombra en la dehesa. Quizá era una nube que iba de paso y ahora se ha recreado en el vuelo del capote de un peón que lo llevaba a una mano hasta esconderlo tras un madero pintado de rojo. A menudo olvidamos que los toros bravos se avisan con el más leve movimiento; un pañuelo en el tendido o la imprudencia de un móvil pueden distraerlo o bien provocar un percance y por ende, es común que el aficionado moderno se hay acostumbrado a la boyantía de galope, la embestida de largo que se va acortando conforme avanza la lidia hasta llegar al milimétrico espectáculo de que el torero tenga que encelarlo con sus propios muslos vestidos con oro.
Lo cierto es que pocos aficionados valoran la importancia de los muletazos por la cara. Hablo de los filones de la tela extendida sobre la espada que parecen esculpir en el vacío un trazo perpendicular a las astas: primero, un lado y luego, el otro; alternando los remates que lanza el burel con aguante estoico, la pierna flexionada, rodilla de frente al testuz o bien, doblándose con las primeras embestidas que ofrece el toro una vez que ha sido banderilleado. A menudo, esta labor se conjuga con alivios por la izquierda, que en España llaman de desprecio y que en México se conocen como desdén, mientras que por el lado derecho, en ambos lados del Atlántico, los llamamos de la firma.
Ante animales probones, cansados quizá de calamochar sus embestidas más como arreones que nobles acometidas, el torero recurre a los muletazos por la cara como un macheteo de poderío, un recurso arriesgado donde la muleta se pasa incluso por encima de la cuna de los pitones. Mitad desplante y mitad labor de dominio hasta dejar al toro como estatua, ante la cual se impone un desplante, o por lo menos, el reconocimiento del público entendido que agradece la lidia que merece cada toro según su condición y limitaciones. No todo son los lánguidos muletazos de largura de ensueño o las tandas en redondo que dibujan una media luna sobre la arena; a veces, no hay otra que encarar de frente a la bravura enrevesada o machacar de cerca la mansedumbre peligrosa con muletazos efectivos, precisamente por la cara.
JORGE F. HERNÁNDEZ, escritor. Es columnista del diario El País.
SEGUNDO AÑO. NUMERO CUATRO. FERIAS. MAYO – AGOSTO. 2018