Ante su inminente vuelta a los ruedos después de unos meses apartado por propia voluntad, le han preguntado a Morante de la Puebla (El Mundo, 21-03-2018) por los derroteros de su tauromaquia en esta su próxima reaparición. La respuesta del torero sevillano supone toda una declaración de intenciones: “Me gustaría captar a Joselito El Gallo. Pero lo más difícil es seguir a Joselito El Gallo. Mi meta sería parecerme a José cuando salía a torear. El toreo pasa por unos momentos demasiado estáticos, preconcebidos y aburridos. Me gustaría darle la vuelta a todo aquello que se puede intuir”. Queda claro la escuela por la que se decanta el de La Puebla, pero el misterio sigue incólume, intacto: Morante, ¿qué es aquello que “se puede intuir”? Quien pretenda saber la respuesta que vaya a verlo torear este año antes de que el genio se aburra de nuevo (ojalá esta vez tarde mucho tiempo), a ver si hay suerte…
En el ruedo, a pesar muchas veces de sí mismo, Morante transmite cierto placer de vivir por medio de la alegría sevillana, una alegría que no está exenta de dolor. Por eso, como decía el maestro Antoñete, Morante nos gusta “hasta cuando está mal”. El alma sevillana tiene un excitante carácter agridulce. “No se consigue este intenso placer del alma —escribe Chaves Nogales en La ciudad—, que es la alegría sevillana, más que cuando el dolor ha sido, no extinguido, sino purificado, embellecido, hecho armonía honda […]. El dolor armonioso, el incomprensible equilibrio de estas almas, es el que da esa alegría sublime”. Hablando de toros, tendemos a pensar que la escuela sevillana viene a ser algo así como un compendio de filigranas, floreos y arabescos superficiales, síntesis expresiva de cierto arte de vivir. No obstante, lo accesorio no debe ocultar lo fundamental: la alegría de la escuela sevillana es sublime porque implica hondura. ¿Acaso no es profundo el toreo de Chicuelo, Antonio Bienvenida o Pepe Luis Vázquez? En estos orfebres del toreo subyace un dolor hecho armonía honda gracias, justamente, al arte de torear con arte. ¿Dónde reside el misterio? Justamente ahí, en el incomprensible equilibrio de estas almas.
Las claves para acercarnos a esta mítica figura que parece obsesionar a Morante, nos las pueden dar dos célebres sentencias de Rafael Guerra. A la muerte de Joselito, el torero cordobés sentenció: “Se acabó el toreo”. Y no le faltaba razón. En efecto, se acabó el toreo tal y como era concebido hasta entonces. Hay otra sentencia del mismo torero que, aun siendo también muy conocida, no ha tenido igual fortuna crítica. Cuando, siendo todavía un niño, llevan a Gallito para que toree ante el Guerra y este pueda dar su veredicto, la respuesta del ilustre matador resulta ambigua, y nos da, por tanto, para elaborar toda una tesis sobre estética de la tauromaquia. Después de ver torear por primera vez a Joselito, el Guerra sentencia: “Sí, mu güeno, mu güeno…, pero es gitano”. Habló una vez más el oráculo.
¿Qué nos queda actualmente de Joselito el Gallo más allá de algunas reliquias? ¿Por qué, como dice Morante, lo más difícil aún a día de hoy es seguir a Joselito El Gallo? En una entrevista con Rafael de Paula, el torero jerezano explicaba que, según su particular opinión, el más grande de todos los tiempos fue Joselito El Gallo porque poseía las mejores condiciones en todos los aspectos. “Sobre todos los demás, Joselito El Gallo. Ese es el mejor torero que ha parido madre de todos los tiempos. Ese es mi conocimiento y a la conclusión que llego”. Y para argumentar y rematar su razonamiento contaba una anécdota. Con ocasión de una tertulia, Rafael se acercó a Martínez de León: “Yo sabía lo gran pintor que era. Le dije, ‘don Andrés, ¿me puede decir cómo eran Joselito y Belmonte?’. ‘Mira, chaval’, me dijo, ‘a Belmonte lo entendías tú como todo el mundo. A Joselito no’. Belmonte era humano y Joselito no, de otra especie”.
¿Y Morante, de qué especie es Morante?
Parece haber consenso entre los aficionados a la hora de enjuiciar la decisiva influencia de Belmonte en el toreo moderno, pero, ¿es que acaso no quedó nada de Joselito El Gallo en el nuevo arte de torear? Si vamos a ver torear a Morante, quizá podamos encontrar algunas repuestas a esta pregunta. Es posible que los que tengan la fortuna de verlo este año lleguen a presenciar algún que otro acontecimiento histórico: un feliz anacronismo, un inesperado viaje al pasado, una sugestiva superposición de estratos temporales para vislumbrar la tauromaquia de ayer, de hoy y de siempre. Morante es, por tanto, un torero anacrónico.
En la segunda mitad del siglo pasado ya quedó bien claro que la historia no puede ser pensada diacrónicamente. Ni siquiera la biología y la evolución están sujetas a la linealidad. Existen saltos, rupturas, bifurcaciones, discontinuidades, azares, confrontaciones y contradicciones. Pensado así, el tiempo es un entresijo de nudos y lugares-ocasiones singulares, un campo múltiple y plural. Desde finales de los años cincuenta hay autores que comienzan a pensar la historia de modo estratificado. Pasado, presente y futuro (experiencia, acción y expectativa) no sólo suceden diacrónicamente, sino también de modo sincrónico; es decir, no sólo uno detrás de otro, sino todos al mismo tiempo, anudándose en una simultaneidad temporal. Pues bien, así parece comprender e interiorizar la tauromaquia Morante de la Puebla, y así la despliega maravillosamente en el ruedo cada vez que tiene ocasión. Remata Morante un quite con la media verónica y en esa imagen —indeleble ya en la retina del espectador— están superpuestos simultáneamente más de cien años del arte de torear.
A lo largo de la historia, siempre ha habido toreros de corte más racional —más preconcebido y aburrido, que diría Morante—, más canónico, mucho más sujeto a la norma y la preceptiva taurina. Al mismo tiempo, siempre ha habido toreros mucho más dados a la inspiración del momento, a la alegría, al adorno, al arabesco y a la floritura. Podemos comprobar la superposición de estas dos sensibilidades, distintas pero esencialmente complementarias, que se han simultaneado a lo largo de toda la historia de la tauromaquia. En efecto, la historia no puede ser pensada diacrónicamente; por eso cuando vemos a un torero como Morante podemos comprender por fin que Fuentes, Joselito El Gallo o Curro Puya son, de alguna manera, nuestros “contemporáneos”. En el estilo, el concepto y la expresión de Morante intuimos sedimentada una parte muy importante de la historia del toreo. Esta capacidad de sugestión la han tenido muy pocos toreros; Morante supone, en este sentido, un caso paradigmático.
Existen dos mundos confluyentes en tauromaquia. De un lado, el mundo sujeto al dictado de la norma, la línea recta, el toreo supeditado en todo momento al canon que dicta la razón. Estamos en el terreno de la preceptiva: parar, templar y mandar. Y del otro lado, el mundo de la libertad expresiva, la exuberancia, el mundo de la sensibilidad a flor de piel, la línea sinuosa, el derroche al modo festivo de las tierras del sur. El estatismo neoclásico frente al movimiento barroco sublimado por medio de la embestida del toro. En tauromaquia, toda esta contradicción entre estilos, caracteres y formas de ser y de estar en la plaza no van a cobrar el sentido negativo de lo antagónico hostil, sino la perfecta asimilación de la síntesis. ¿Qué es lo que vemos en Morante cuando se acopla con la embestida del toro? Justamente eso: una justa y precisa incorporación de ambas sensibilidades. Porque, no lo olvidemos, Morante no es sólo un torero artista.
Fundamentalmente, una tarde de toros se basa en una única ley: la ley del cambio. Suceden tantas cosas en tan poco espacio de tiempo que sería imposible apuntarlas a esta o a aquella otra escuela. No es un asunto tan sencillo. Bastaría, en cualquier caso, con acomodar cada detalle, cada lance, cada muletazo a lo que va haciendo el toro, que a su vez va cambiando su comportamiento y sus reacciones a lo largo de la lidia. De ahí que intentar someter a escuelas o preceptos un acontecer tan variable, tan voluble, tan impredecible, sea tan insensato como querer someter con un reglamento preestablecido de antemano todo lo que acontece en la plaza. Bien está que haya distintas escuelas y sensibilidades, claro, pero no son las que van a resolver ni el don del dominio ni el don del arte. Sólo esperamos que a partir de su esperada reaparición, Morante pueda volver a transformarse una vez más en esta síntesis, en esta perfecta amalgama de contrarios (torero de arte, sí, pero también con valor y conocimiento). Justo antes de iniciar el paseíllo en Jerez el próximo 12 de mayo, nos fijaremos de nuevo en Morante, y podremos comprobar que, efectivamente, evidencia un insólito parecido con aquel mítico Joselito El Gallo que hace ahora un siglo encarnó como nadie el arte del toreo.
ANTONIO J. PRADEL es escritor. Nacido en Madrid, vive y trabaja en São Paulo.
SEGUNDO AÑO. NUMERO CUATRO. FERIAS. MAYO – AGOSTO. 2018