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Bitácora de Las Ventas

Nací en Las Ventas. Vine al mundo un junio soleado en La Milagrosa, pero nací en Las Ventas. Me destetaron en la calle Ruiz Perelló, rue estrechuca que ha escrito su nombre en el cuaderno de bitácora del barrio por ser el cuartel general del gallego Manolo, el último sereno de la ciudad, y alojar la primera oficina de El Deseo, la productora de Pedro Almodóvar. Mantengo bien fresco el recuerdo de cómo Manolo se enfadaba y agitaba el chuzo cuando veía rondar en el trasnoche a Fabio McNamara en sus años más difíciles, frente a la productora, a la espera de que Pedro lo socorriese con un papelito. Aún no había rodado Almodóvar Matador, ni nos habíamos imaginado un club que se llamase igual. Eran tiempos de acción, de Acción Mutante.

El que crea que Las Ventas es tan sólo una plaza de toros es que no conoce bien Madrid. Las Ventas es un barrio con una plaza, o si quieres, de la plaza para afuera son las ventas del barrio, un mercado, sus viandas y vecinos.

Fuera de la plaza me hice hombretón. Hice mis primeras sumas en el colegio que estaba más cerca de casa, el de los Terciarios Capuchinos —la Fundación Caldeiro—, que dicen aún conserva un pasadizo que comunica los vestuarios con la Plaza de Las Ventas, de tiempos de la Guerra Civil. La avenida de los Toreros, la calle por la que las cuadrillas bajaban, es mi quinta avenida. Podría dibujar de memoria las casitas de la calle Campanar, primero burdeles, y hoy cotizadas a millón. He apretado el paso frente a la pareja de grises que hacía guardia en la comisaría de Las Ventas, de la calle Cardenal Belluga, antes de que se la llevaran a Mordor, más allá de la M-30. He celebrado las navidades en Casa Braulio, que tenía el mejor pinball del barrio. He ido al súper con Jaime Urrutia, que es vecino de la tranquilidad de Pilar de Zaragoza y sus adyacentes.

He tirado de piernas para que no me atracasen al cruzar el puente Calero. He comprado cigarrillos sueltos en el quiosco de la Plaza, que tenía el porno delante de los periódicos, mucho antes de que el cadáver de El Yiyo desfilase frente a la Puerta Grande camino de La Almudena. He quedado en la puerta del metro de Ventas, temprano un domingo invernal, con la chica que me gustaba para llevarla al Rastro a ver a los de La Bobia.

He visto a los quinquis escalar sus paredes para colarse en un concierto de rock urbano con el aforo completo mientras los grises les lanzaban pelotas de goma. He matado filas y filas de procesionaria de los pinos que rodean a la Plaza. He visto aplaudir al rey al entrar a una corrida. He visto temblar a su madre en el palco, sola, muy sola, sobre la silla de ruedas.

Conozco sus soportales, que antes protegían a los chaperos y ahora están bien iluminados. Bajo esas techumbres con unos compañeros de clase me construí una rampa de contrachapado malo para hacer skate. En sus soportales he olido el orín ese que no se va nunca. Aún me apesta en la pituitaria. En sus soportales una noche organicé para Prince una sesión de fotos, mientras quince mil personas rugían dentro con las luces apagadas, y al de Minneapolis le dio por fotografiarse fuera, con un micrófono de oro con forma de pistola. La masa de los conciertos aúlla de manera diferente que los taurinos.

Dentro, he visto a Angus Young invocar el blues con su Gibson, a Juan Luis Guerra remover el albero con sus merengues y a Springsteen hacernos bailar con el folclor irlandés. He caminado, tras la corrida, los pasos del maestro Joaquín Vidal, en busca del garaje Roma, en cuya garita de vigilante se refugiaba para redactar la crónica que El País publicaría al día siguiente.

He sudado la gota gorda en el Siete, y me he sentido poderoso en la barrera del Nueve. He visto con mi padre salir a Curro Romero por la puerta grande y con mi hermano casi morir a José Tomás. Mi padre ya no puede ir a los toros. He llevado a los guiris al desolladero y les he intentado explicar lo que es la lidia, sin conseguirlo.

Y sin embargo, no sé si porque estaba tan cerca, hasta los veintiséis no fui nunca a una corrida. Pero desde entonces milito en la fe de converso. Fueron unos Miura, con un amigo al que ya no veo y que me invitó al saber que habían cerrado El Sol, mi periódico. Y desde entonces cada vez que paso por allí sé que una plaza de toros puede dar nombre a un barrio. ¿O fue al revés?

Andrés Rodríguez es periodista. Fundador, editor y director del grupo de revistas Spainmedia.

SEGUNDO AÑO. NUMERO CUATRO. FERIAS. MAYO – AGOSTO. 2018