m
Post Recientes

Pepe Luis Vázquez, la armonía

A Pepe Luis Vázquez le sucedieron cosas extraordinarias. Algunas del tamaño de su forma de torear. Fastuoso cuando abría el capote y de ese vuelo salía la música de un tiempo quieto cercando el mundo en un instante. O cuando le cortó a un novillo las dos orejas, el rabo y las dos patas en Pamplona. O cuando hizo hablar a un banderillero mudo en Sevilla. O cuando confirmó la alternativa en Madrid y esa tarde ocupaban los tendidos un grupo de alemanes “comandado” por el jefe de las SS, Hienrich Himmler, al que hubo que traerle agua fresca para el mareo que le provocó ver la sangre derramada del animal. Era el 19 de octubre de 1940. Cuatro días antes del encuentro de Franco y Hitler en Hendaya. El cartel de la corrida tenía, en lo alto, el yugo con las cinco flechas; la esvástica, abajo.

A Pepe Luis Vázquez le sucedieron cosas de un calibre difícil de creer si no fuese porque las protagonizó Pepe Luis Vázquez. Sevilla tiene en él uno de los puntales del toreo. Si es posible definir una tauromaquia por temperamento y por estética, entre las más nítidas y sobrenaturales está la suya. El crítico Vicente Zabala lo definió como el Sócrates del barrio de San Bernardo (Sevilla). No por azar le llamó Sócrates. Existe también una ética en el toreo que no es accesible a todos, pero delata a quien la posee, a quien la despliega. Es un pensamiento que se dibuja a detalles. Un ideario hecho de cosas bien hechas. “Es muy difícil torear bien”. Es una de sus sentencias. Cinco palabras para definir una realidad. Esas cinco palabras bastaron a Pepe Luis Vázquez para decir lo suyo, que tiene algo de misión de vida. Torear bien no es cuajar muletazos, torear bien se hace desde todo el cuerpo: con la sangre que lleva dentro, con los silencios, con el hallazgo, con el asombro, con la gracia, con la quietud, con el miedo.

A Pepe Luis Vázquez había que verlo (ahora en vídeo) citar desde los medios, los pies juntos y la muleta plegada hasta que llegaba el toro a la jurisdicción de la taleguilla y aquello adquiría condición de liturgia incalculable. También de aquelarre. La pureza y la elegancia fueron las dos condiciones esenciales de un sujeto capaz de convertir en milagro estético la áspera pasada de un bicho encampanado. El capote anunciando lo imposible. Las manos bien jugadas. El belvedere de los hombros como un vals de lentitudes. Los brazos a compás. La cintura como última razón de la media verónica apunto de concretarse.

A Pepe Luis Vázquez era al único a quien temía Manolete. Para el primero era el culto de los cabales, para el cordobés el furor de la masa. Su plaza fue la Maestranza. Ahí echó al aire un pase de cuño propio: “el cartucho del pescao”. Era un torero poderoso, magistral, artístico. Y eso que desde 1943 andaba escaso de un ojo después de la cornada en la cara sufrió en Santander. Eso marcó su carrera, pero no alteró la gran belleza de su toreo, la incalculable gracia de su muleta. En él se concreto una armonía que aún permanece quieta. Es el exvoto de un linaje propio en el que también tienen sitio sus hermanos Manolo y Antonio, y su hijo Pepe Luis.

A Pepe Luis Vázquez le debemos una naturalidad que desde los tendidos tenía el don de hacer prisioneros. Pero no es sólo un torero plástico, sino lidiador. Su concepto único del temple venía del conocimiento y de la intuición. Fue el último bucardo de una generación que suena a leyenda y a capitular de oro en la biblia del “Cossío”: Manolete, Antonio Bienvenida, Gitanillo de Triana… Y un poco antes, Chicuelo, Cagancho, Juan Belmonte, Joselito, Rafael el Gallo, Marcial Lalanda.

A Pepe Luis Vázquez lo visité dos veces en su casa del barrio de San Bernardo (Sevilla). Una de esas tardes fuimos a pisar el ruedo de la Maestranza. La otra, ya más cansado, hablamos de Machado y de Antonio Bienvenida. Abría largos surcos de silencio en la charla. Silencios hondos. Extraordinarios. Silencios para evitar decir algo que le hiciera quedar mal ante la gente. Por algo así (quedar mal ante la gente) se pegó un tiro Juan Belmonte. Una delicadeza. Aquella última tarde, Pepe Luis Vázquez tenía algo de efigie o bajorrelieve de moneda antigua. De algún modo, ya viejo, casi ciego, casi sordo, siempre alerta, seguía siendo una lámina de aquel arrapiezo trigueño que se colaba en el matadero de San Bernardo a darle lances a vacas de media sangre. No fue un torero de carrera infinita. Se retiró en 1953. Regresó fugazmente en 1959, pero ya se había retirado en 1953. Cuando aún los sueños eran ciertos e imposible su herida.

 

Antonio Lucas es poeta y periodista.

TERCER AÑO. NÚMERO SIETE. FERIAS. MAYO-AGOSTO. 2019