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Antonio Ferrera, un nuevo escalofrío

En plenitud, Antonio Ferrera puede ser el torero más libre de este tiempo. Lo creo por entero. (Es julio de 2019). A su manera, ha situado un momento de la tauromaquia en la fuerza del no saber, apurando el extremo de lo posible. Descerraja un toreo sin protocolos, donde asoma el soplo sonoro de lo que aún no se ha dicho. Pertenece a esa estirpe del arte donde se alojan algunos seres inesperados, fuera de norma, fuera de sitio, conscientes de una nítida verdad: aquella que sugiere no aceptar lo irremediable. Por eso en Ferrera se hace sitio una manera individual de asumir la faena, de desguazar la lógica rasante, de abrir precisiones y fragancias nuevas ahí donde la estética se aúpa como única autoridad y en su fondo anida el extravío, su asombro, un desconcierto ardiendo en todas direcciones.

Esta época endemoniada necesita el toreo que un hombre así dispensa. No por completar el paisaje, sino para redefinirlo con esa cuota de grandeza, descaro y mística del que va lentamente buscando una expresión diferente para contagiarla de su propia gracia. La tarde del 1 de junio en Las Ventas, durante la faena al toro Bonito de Zalduendo, desplegó una interioridad llena de matices, sin servidumbre y con extrema belleza. Era el rapto, la noche a pleno sol y la profundidad de una penumbra compartida, de un entusiasmo donde sólo cabe ya lo inesperado. Citando de lejos y a pies juntos. Manejando la muleta con la condición «extracorporeal» que adivinó el imbatible Zabala de la Serna en una crónica que aún nos persigue. Y ese aguantar más de veinte metros de galope del animal para hipnotizar en la suerte de recibir sin atajos ni calles de en medio.

Pero sucedieron más cosas esa tarde. Y en las de Badajoz, donde indultó dos toros en 48 horas: Jilguero, de Victoriano del Río, y Juguete, de Zalduendo. Alguien hablará de la pureza de Ferrera al torear… Pero antes que pureza hay desasosiego. Más que un fenómeno acumula un segmento lunar en su cabeza, en las muñecas, en el cuerpo dejado caer en medio del torbellino del tiempo. Es probable que sea un torero insólito, más que único. Un hombre enriquecido por leyes propias que anuncian por igual la gloria y la catástrofe. No sale al ruedo como Belmonte, capaz de explicar teoremas. Antonio Ferrera irrumpe en la plaza confirmándose a sí mismo, consciente de que el toreo auténtico es el que termina siendo lo único recordable del toreo.

No sé si lo suyo viene de la profundidad o de la noche. Sé que no es romántico, sino resueltamente clásico. Lo que despliega no es un toreo artista, sino una pasión propia que cuando llega hasta el fondo de su combustión devuelve a un hombre más atalayado que acantilado. Hecho de escarpaduras. Y, sin embargo, este toreo es de hilván perfecto: lanza al aire los destellos y diseña el tercio con los restos, con lo único esencial, aquello que no se ve, el enigma y el conflicto. Si por algo Ferrera torea distinto, entre otras cosas, es por contrariar los espacios normales y los tiempos posibles. Maneja la capa arrebatado y con la muleta ya parece suspendido, gravitando, como si creara con los círculos del trapo una nube; y en la nube dejara fragilísimo un cristal.

En 1857, después de recibir la primera edición de Las flores del mal, Victor Hugo responde a Baudelaire sobre sus poemas: «Has dotado al cielo del arte con no sé qué rato macabro, has creado un escalofrío nuevo». Algo así sucede con Antonio Ferrera desde que el 1 de junio, en Las Ventas, en poco más de 20 minutos ennobleció el misterio y desterró de la tarde las cosas más viles. Propagó por todo el espacio un toreo incalculable de movimiento quieto, de verdad y crisis. Más allá de sí mismo.

 

Antonio Lucas es periodista y poeta.

TERCER AÑO. NÚMERO OCHO. OTOÑO. SEPTIEMBRE-DICIEMBRE. 2019