Se lo dijo Rafael de Paula al periodista Emilio Martínez: «Los pases me salían del alma». Se refería al toro de Benavides que el jerezano cuajó en Madrid en la Feria de Otoño de 1987, pero tanto vale el desahogo paulista para definir el estado de trance que Morante de la Puebla adquirió el primero de octubre de 2021 en la Maestranza de Sevilla.
Y no porque el toro de Juan Pedro Domecq que le tocó en suerte colaborara cuanto podía imaginarse, sino porque el diestro sevillano fue capaz de encontrar un caudal de agua donde apenas había un charco. Morante de la Puebla puso todo lo que llevaba dentro. Y arrancó al juampedro muletazos inverosímiles. Por la hondura. Por la plasticidad. Y por la entrega. De otro modo, no se hubiera precipitado la voltereta con que el toro le hizo pagar semejante estado de abandono.
Porque Morante se abandonaba, se dejaba ir, se rompía en la inspiración de una faena expresionista. Desgarro y pureza. Valor. Técnica. Y la exuberancia de una torería que revistió la lidia de una pavorosa emoción. Los pases le salían del alma a Morante. Y los oles le salían de las entrañas a los espectadores, como si estuviéramos en una ceremonia de idolatría.
Morantistas de bien y advenedizos de turno se abrazaban en los tendidos sin conocerse de nada. Y se ponían de pie, como si el torero estuviera caminando sobre el Guadalquivir. Se merecía Morante la eficacia del espadazo arriba y la recompensa de las dos orejas. Se merecía la devoción de los sevillanos y el pasmo de los aficionados que asistieron a la revelación gracias a las cámaras del Canal Toros. Decía Paula —otra vez Paula— que el Espíritu Santo no se aparece en televisión, pero Morante nos hizo atravesar la cuarta pared y reventó todas las reglas de la mística, de la lógica y de la tauromaquia.
Se explica así el valor premonitorio de los lances de recibo al colorao de Juan Pedro. Sabemos que Morante estudia las viejas tauromaquias y las asimila como quien bebe agua de un botijo antiguo, pero esta vez dio la impresión de inventarse los capotazos que inauguraron la lidia al cuarto de la tarde. Parecían unas tijerillas con una de las dos rodillas en tierra, aunque el toreo más caro y más hermoso sobrevino en la plenitud de la verónica. Toreaba reunido Morante. Y los capotazos también le salían del alma, ensimismado como estaba en la intensidad de una tarde de arrebato y de gloria que hacía crepitar los tendidos.
Tenía que haberse suspendido la corrida después de semejante acontecimiento. Y no por cuestionar la calidad a fuego lento de Juan Ortega ni el valor apabullante de Roca Rey, sino porque el acontecimiento morantista, la aparición, relativizaba cualquier atisbo de emulación. Se había producido un shock en La Maestranza. Había retumbado la plaza de Sevilla con el genio y el ingenio de Morante. Muletazos telúricos. Naturales de embrujo. Y un irse y un abandonarse que estuvo cerca de mandarlo a la enfermería. Porque Morante había entregado el alma y el cuerpo, el cuerpo y el alma en una tarde que paró el tiempo y la historia.
Rubén Amón es presidente de la Peña Antoñete