
Va por usted, ministro Urtasun:
El 23 de agosto de 1969, tres décadas después de salir de España, Max Aub llegó, procedente de México, al Aeropuerto de El Prat, en Barcelona. Un desexilio con fecha de caducidad en su visado para tres meses. Rompió así su tantas veces manifestada voluntad de no pisar tierra española mientras mandara Franco, autoengañándose con la búsqueda de materiales para un libro sobre Luis Buñuel. Un pretexto que ocultaba razones del corazón y la memoria, pero, sobre todo, que le serviría para demostrarse a sí mismo que a aquella España le era imposible volver. Por eso, nada más bajar del avión, dijo: «He venido, pero no he vuelto».
Durante esos tres meses, Max Aub reencontró familiares y algunas amistades y recorrió España, con Madrid, Barcelona y Valencia como ciudades esenciales en su biografía. De todo ello dejó constancia en La gallina ciega, relato a modo de diario en cuyo prólogo avisa: «No pretendo la menor objetividad… No intenté ser imparcial. Una vez más, testigo». El libro no se pudo editar en España, sí —claro— en México.
En él, varias referencias taurinas. No era la primera vez, ya su Laberinto mágico incluye la historia de un aspirante a matador donde aporta su propia visión del torero perfecto: «El torero, de estatura mediana, quieto, en los medios, esperando. Dando a los brazos lo que es de los brazos, salida; a los puños lo que es de los vientos, aire; a la cintura lo que es del agua, desliz; a las piernas lo que es de las piedras, quietud».
Volvamos a La gallina ciega, en cuyas páginas escribe, a modo de dietario, fecha a fecha, encuentros y desencuentros, desengaños, nostalgias, críticas… que certifican lo que ya sabía: esa España no era su España.
Del 25 de octubre data su desplazamiento a la localidad segoviana de San Rafael para asistir, junto a amigos como Domingo Dominguín y el novelista Ignacio Aldecoa, a un tentadero en condiciones poco usuales, como se encarga de explicar: «Comemos rápidamente y nos vamos a lo que llaman plaza, con tablones hechos de los pinos circundantes en la ladera del monte… Llega el alcalde y se sienta a nuestro lado. Baja (digo bien “baja” porque levantada la portezuela del cajón tiene que hacerlo por un plano inclinado) el primer toro, son eralillos… Nunca vi un tentadero o un coso en situación parecida».
En ese tentadero sui géneris —o más bien novillada sin picadores— el torero era un joven novillero francés, Roberto Piles, hijo de un banderillero valenciano exiliado y al que define así: «Finín, guapín, simpático, diecisiete años… torea con finura, elegante, sabiendo lo que hace». Piles le brindó la faena, Aldecoa comentó «dará mucha guerra», a lo que Aub respondió: «¿Por qué no? Ojalá, sería magnífico que mis nietos pudieran decir: “Roberto Piles le brindó uno de sus primeros novillos a mi abuelo”».
En la tertulia posterior, Aldecoa y Aub pasan revista al posicionamiento sobre los toros de la Generación del 98: «Antitaurina, supongo que los toros sólo le gustaron a Manolo Machado… La inmediatamente posterior ya es otra cosa… Ya es nuestra generación —la del 27— la que da la cara por la tauromaquia sin confundirla con la “Fiesta Nacional”. Cossío, Bergamín, Alberti, Federico…, a todos nos gustaban los toros y lo hicimos patente».
Sigue la conversación y Aldecoa le indica a Aub: «Después de la guerra vino la época de Manolete y de Blas de Otero. No sé si sabes que Blas quiso ser torero y hasta llegó a vestirse de luces, pero le dio miedo. Luego vinieron los Dominguines y El Cordobés… Pobre Domingo, con su marxismo a cuestas y empresario de toros. Lo de empresario todavía tendría arreglo con los proletarios del oficio, pero los toros…».
Un día después, corrida de toros en Vista Alegre. Con Max Aub, el cineasta Antxon Eceiza, el abogado, escritor y periodista Javier Pradera y el novelista Ignacio Aldecoa, todos ellos en la órbita del clandestino Partido Comunista de España. Y, en el callejón, como empresario, Domingo Dominguín, del que escribe: «Va, viene, corre, atento a la lidia, salta al ruedo a la menor incidencia… No se aburre uno un segundo, son toros para lidiar y los lidian. No es la presencia de la muerte. Es el juego, el arte, la inteligencia, la fuerza. ¡Qué más se puede pedir! ¿Que en el críquet no matan toros? ¿Espectáculo de países subdesarrollados? ¿Aceptemos que Sevilla sea un poblado sin historia ni cultura, por español?, ¿también Nimes o Arles? Las personas de corazón sensible que piden que desaparezcan las corridas de toros para demostrar el adelanto de la cultura no saben de lo que están hablando».
Una semana más tarde, Max Aub volvió a México y en el D. F. murió en 1972. Había nacido en Francia y se nacionalizó en México, pero siempre se sintió español: «Se es de donde se hace el bachillerato».