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Correr a una mano

HASTA EL MÁS ajeno a la tauromaquia tendrá que admitir el enigmático encanto que transpira el vocabulario taurino. Sólo en la lidia se puede explicar la imposible anatomía de saber “correr a una mano” porque el término se refiere a correr las embestidas del toro, no con capote asido con ambas manos (equidistantes de la esclavina que fue cuello cuando era prenda de vestir), sino alternando el pulso —a una mano— con la capa desplegada y tomando cada embestida con la punta extendida del capote; de allí, halar o acompañar el impulso del animal en un lance que se alarga al hilo de la embestida y repetir el recurso cambiando de mano para correrlo hacia el lado contrario. Aquí no importa si el torero mantiene o no la figura erguida o si flexiona la rodilla respectiva, pues es un lance de recurso que sirve para parar a las vacas en el tentadero y literalmente enseñar a embestir a los toros en el ruedo.

Se nos olvida que los toros bravos, en realidad, no han visto jamás un capote al salir de chiqueros y que hubo un ayer en que se acostumbraba dejar a los subalternos presentarlos ante el capote por primera vez; el matador tenía entonces la posibilidad de contemplar de lejos la embestida y salir del burladero ya con una idea o incluso el probable esquema mental de esos lances donde ya se espera quietud y belleza. Mientras el peón de plata realizaba una labor de aliño y preparación, el matador asumió desde hace algunas décadas el afán por ser él mismo quien ejecute los lances de  recibo también llamados de tanteo. En el afán por apuntalar el protagonismo de los matadores, hemos acotado —aficionados y toreros por igual— la posibilidad de lucimiento que tienen los actores a veces olvidados de la lidia. Hablo de los subalternos, a quienes sólo podemos sacar al tercio para ovacionar por algún par de banderillas y que en raras veces escuchan aplausos por los capotazos con los que colocan a los bureles en la suerte de varas; o bien lo sacan de tablas a los medios o bien lo llevan de lado a lado de la plaza con la prudente elegancia de no tocarle los lados, llevando precisamente el capote a una mano.

Otra cosa es aquella imagen de José Gómez Ortega toreando de capa a una mano que tenemos tatuada en la memoria, con la prenda colgada al brazo como un mantón de Manila. Gallito era elegante hasta para tomar un vaso de agua y su lento caminar —ralentizado— desde el coche de caballos hasta la puerta de las viejas plazas, detiene el tiempo; pero esas imágenes donde lo vemos toreando con el engaño al brazo a un berrendo de ensoñación, aunque son el antecedente de lo hecho por José Tomás en un mediodía de Nimes o del joven Roca Rey recientemente en Valencia, no tiene que ver —y tiene todo que ver— con correr a los toros a una mano, como una asignatura que creemos debe volver a las tareas básicas de los peones de brega (que por algo llevan ese título). Hablo de que la liturgia hasta ahora inalterable de que cada matador insiste en ser él mismo y sólo él quien reciba de bienvenida a cada uno de los toros que enfrenta y no sería más que provechoso proponer la variedad: que sea de vez en cuando un peón quien lancee a una mano las primeras embestidas, con lo cual se abre la posibilidad de que el público tribute o no un renovado espacio  para su reconocimiento, mientras que el matador, desde el burladero observa con la debida distancia la verdadera condición de su rival en el ruedo, ambos lados de su embestida y la primera nobleza o señal de mansedumbre de sus engaños.

Tan cerca de la larga cordobesa, pues sólo faltaría rematar izando el capote al hombro y alejarse andando, el correr a los toros a una mano es quizá una de las formas más eficaces de prolegómeno para la lidia y de las efímeras escenas de belleza que nos mantienen asidos a la afición que nos apasiona.

Jorge F. Hernández es escritor y periodista de El País. Nacido en México, vive en Madrid desde el año 2015.

NÚMERO UNO. FERIAS. MAYO – AGOSTO, 2017.