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Bravío

A FINALES DEL SIGLO XIX cambiaba el toreo, en parte gracias a Guerrita. Le desagradaba que tantos toros malgastaran sus fuerzas en la larga y estéril lucha contra los caballos y terminasen apenas sin embestida, y se preocupó de que llegasen al último tercio adecuadamente picados. El coloso de Córdoba buscaba una fi esta más lucida y vistosa. También presionó a los ganaderos para que criasen reses con una embestida más fi ja y duradera: menos fiereza y más bravura y nobleza. (Aunque sus detractores, que eran legión, le censurarían por buscar “naranjas sin pepitas”.)

En esta búsqueda, Guerrita fue secundado por Joselito, el nuevo mandamás a partir de su alternativa en 1912. Y cuando ocasionalmente salían estos toros más “toreables”, Joselito sabía torearlos. Además, desarrolló los primitivos intentos de Guerrita de “ligar” los muletazos en serie, algo que con el tiempo sería el sello distintivo del estilo moderno. A la par, su gran rival, Belmonte, pisaba el terreno del toro, templaba mucho las embestidas e imponía un estilo marcadamente “artístico” y personal. Juntos asentaron las bases del toreo actual. Infinidad de panegeristas y hagiógrafos –¡olvidando a Frascuelo y Lagartijo!– la llamarían la Edad de Oro del toreo.

Naturalmente había un cornúpeta acorde con esta bravura ideal del nuevo siglo. Se llamaba Bravío y ha pasado a la historia como uno de los toros más bravos de todos los tiempos. Era de la ganadería del conde de Santa Coloma, y fue lidiado en segundo lugar en Madrid el 11 de mayo de 1919. Las fotos muestran un toro con muchos rizos en cara y cuello, bien armado pero no aparatoso de cuerna, guapo. “Ya no valen los toros destartalados sino los ‘bien hechos’, pues su tipo es garantía de su embestida”, señala un historiador de la Fiesta.

Pero Bravío casi no tuvo ocasión de mostrar sus virtudes. En comparación con sus hermanos, era algo pequeño y los veterinarios querían desecharlo. (En aquellos tiempos las plazas no tenían básculas para imponer sus garantías o tiranías.) Menos mal que el señor conde se plantó: “O se lidia el encierro entero o retiro mis toros”.

Según Cossío, “desde su salida mostró Bravío una bravura excepcional, arrancando en los siete puyazos que tomó con una alegría y con una voluntad que entusiasmaban al público, que ovacionaba en cada uno a Bravío, viéndole recargar, llevando el caballo hasta la misma barrera, apretándole contra ella y no cediendo hasta que, ya caído el picador… algún capote se le llevaba engañado. Manaba sangre del morillo, que le corría por toda la espalda hasta la pezuña, y pronto se disponía nuevamente al ataque… Seguía con la misma bravura y acometividad los dos tercios siguientes”.

Gregorio Corrochano reseñó en ABC: “Hasta última hora, hasta que cayó muerto en medio del ruedo, se mantuvo el toro sin dar señales de agotamiento, siempre bravo, siempre noble, siempre franco… Un toro de este estilo, de esta alegría, tan bravo y tan completo, sale uno cada temporada y hay muchas temporadas que no salen”.

¿Y el matador? Julián Sáinz Martínez Saleri II era un torero popular –completo, con experiencia y recursos– pero ni de cerca estaba preparado para Bravío; el público le pitó. En cambio Bravío fue arrastrado en una lenta vuelta triunfal al ruedo mientras los espectadores ovacionaban repetidamente al conde de Santa Coloma.

O sea: un toro que combinaba a la perfección la fi ereza y la nobleza, un equilibrio difícil que, con el tiempo, se inclinaría a favor de lo segundo. Corrochano terminó su crónica así: “Bravío, el conocedor que te puso este nombre, bien te conocía”.

William Lyon es periodista.

NÚMERO DOS. OTOÑO. SEPTIEMBRE – DICIEMBRE. 2017