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Notas para una teoría del espontáneo

“… sobre ese fondo a veces nuestra alegría da un salto abigarrado, indescrifrable tal vez para los ajenos”. JOSÉ LEZAMA LIMA

EN SUS DÍAS de madurez, en la tarde de su incesante peregrinaje, llegó José Bergamín a escribir dos páginas sentidas sobre la figura del espontáneo.

Se llama espontáneo, en lenguaje de la tauromaquia española, a aquel —por lo general jóven, y osado— que superando todos los obstáculos a su paso se lanza al ruedo, apenas salido el toro de toriles, y con armas precarias —un trapo, una sudadera, un palo cualquiera— intenta servirle algunos lances. Suele esta actividad, cada vez más rara, acabarse mal: con una mala herida en el cuerpo del que ha saltado, frecuentemente aderezado de algún maltrato —cuando no una buena paliza— por parte de la cuadrilla del matador cuya faena ha sido interrumpida, y con indefectible término en un calabozo. El escrito de Bergamín parece haber sido motivado por un desenlace similar, pues el autor de La claridad del toreo se detiene a considerar la desdicha de aquel espontáneo a quien habría visto “cornear tan espantosamente por el toro”, entre otras razones por falta de ayuda de las cuadrillas que así lo castigaban, y quien habría pasado “de la enfermería de la plaza, en estado gavísimo, a la de la cárcel”.

“No sabemos —añade— si en ella encontraría todo lo necesario para salvar su vida”.

Yo me he puesto a pensar en los espontáneos  que alguna vez he visto saltar al ruedo, y en el ogro que puede llegar a ser el público en los tendidos, diviertiéndose de aquel riesgo. También me he puesto a pensar en la frecuencia con la que aparecen espontáneos en otros menesteres: hombres y mujeres que saltan y caen en medio de la luz cuando todo era sombra, creadores que vienen de ninguna parte y con su obra irrumpen a destrozos en lo que creíamos conocer, pero también en el golpe de estado, figura por excelencia del espontáneo en la política, y en el golpe de suerte que es la esperanza del espontáneo en la vida.

Bergamín en su escrito enumera los obstáculos del espontáneo: los empujones al público que quiere evitarle la posible tragedia; los impedimentos de los toreros en el callejón que tratan de atajarlo, los esfuerzos en saltar la barrera, en brincar, en llegar a salvo antes de que el toro embista, en el cansancio y el ánimo excitadísimo que le impedirán la frialdad de mente requerida para moverse a salvo ante una bestia que arremete contra todo movimiento, agónica de terrenos.

El espontáneo des-territorializa: en aquel lugar en donde había dos territorios en tensión dinámica y polar —los terrenos del toro, el sitio del torero— de pronto hay un tertio incógnito, un tercero que no viene a sintetizar nada, que no lleva en sus bagajes ninguna solución dialéctica: que viene a perturbar aún más lo que ya era un precario equilibrio. Porque es sabido que la acción del espontáneo no conduce a nada —son contadísimos los toreros que pueden preciarse de haber sido espontáneos— y Bergamín concluye que esta valentía del jóven que salta, del hombre que cae, procede de una motivación sin “interés o ambición egoísta”: “Héroe anónimo —escribe/. Heroísmo gratuito, desinteresado.” Para Bergamín el espontáneo es el único que no está atrapado en las transacciones, interesadas y económicas, que suelen regir el negocio taurino. Actúa libérrimo, siguiendo sólo su anárquico albedrío.

Hay algo de súbito en esta gratuidad, en este gesto de precipitación, en esta piedra humana lanzada hacia el lugar donde hubiese podido no ir y que ahora nadie puede detener.

Quizás convendría salir del ruedo, sitio tan discutido. Quizás convendría pensar en el espontáneo como en una categoría, más que un individuo: un tipo, una tipología de la acción o de la historia de algunos lugares, de la cultura. Precisamente Bergamín, que no llega a afirmarlo, no deja sin embargo de sugerirlo: “Brindo a psicólogos y sociológos la consideración de este raro, extraño tipo, por otra parte españolísimo, que es el del jóven espontáneo que se arroja a los ruedos para lancear con seguro riesgo de su vida a un toro que acaba de salir a la arena.”

Busco el libro de Bergamín para verificar la certeza de mi memoria y me encuentro haber escrito para mí, entre garabatos: “el espontáneo, ¿sería una categoría histórica hispánica?”.

Es decir, puesto que Bergamín adopta su defensa (al menos cuando concierne al ruedo de los toros) y sugiere la necesidad de pensar sus razones antropológicas y culturales, españolísimas, la pregunta se impone: ¿Sería el espontáneo una categoría generalizable, más allá del ruedo, más allá de la tauromaquia? ¿Es esta noción aplicable a otros dominios o ámbitos de la existencia agónica del hombre?

Conviene distinguir la claridad pero también señalar la oscuridad del espontáneo, es decir esbozar su teoría, con lo cual sospecho que —precisamente ampliando la comprensión de su ámbito de acción— nos toparemos también con su miseria.

Viene a la mente la figura del náufrago que llega de ningún sitio a un sitio de nadie, a una isla, y termina siendo proclamado soberano, príncipe salvador de la comunidad. De Shakespeare en La tempestad a las fábulas morales de Blaise Pascal estas figuras mesiánicas que aparecen en medio del curso enigmático de la historia son también encarnaciones del espontáneo. En este caso el espontáneo califica a quien no tiene calificaciones, y aún sin ellas es capaz de hacer —o deshacer— en un ámbito al cual no debía acceder —“toero” o todero se dice en el Caribe hispánico—: el que hace de todo sin saber de nada es, también, un espontáneo.

¿Cuántos toderos ha padecido la historia de la respública? ¿Cuántos espontáneos han hecho estragos en la lengua escrita? ¿Cuánta oscuridad donde esperábamos la luz han producido? ¿Cuánta enfermedad les ha resistido o los ha postrado? ¿Cuántos náufragios, cuántos náufragos?

Pero también, ¿cuánta luz súbita donde sólo había oscuridad invencible? Porque hay una dimensión del espontáneo que merece ser considerada: es en todo más misteriosa que aquella de quien, a sabiendas, nos abusa en el golpe de estado o en la calle diaria. Me refiero a los que saltan al ruedo sin saber muy bien que lo están haciendo, porque acaso todo quien puede ser llamado legítimamente espontáneo ignora lo que hace cuando termina de vencer los obstáculos que lo separaban de la arena donde lo está esperando una bestia primal, a cuya danza de muerte no ha sido convidado.

¿Cuántas veces hemos encontrado la iluminación, o la epifanía, allí donde nadie la esperaba? ¿Quién imaginaba a Dios en los establos? Sucede que al Mesías judeocristiano todos lo anuncian, se aproprian todos de su venida antes de que acontezca. La necesidad —o la enfermedad— mesiánica sobre la cual han escrito tan bien los filósofos de nuestro tiempo se enraiza en la figura de la promesa, en la retórica del anuncio, en las escaramuza del oráculo. Pero como el espontáneo, el Mesías nunca se anuncia y los que se anuncian ellos mismos como Mesías se revelan usurpadores de un rol imposible.

Yo creo que podemos lanzar una mirada etnográfica sobre el espontáneo, para entender su teoría: la teoría de un acto súbito, inesperado, irreflexivo. Yo creo que podemos entender mejor nuestras historias (de las artes, de la política) si las ponderamos como obras, también, de un hombre que cae, de un espontáneo. Ello explicaría que en la ausencia de historia, ésta comience; que en el ahogo de tradición, ésta sobreviva; que en el territorio donde nadie esperaba a lo moderno haya tenido lugar la modernidad. Como Cristo en el establo, el espontáneo encarna, precisamente, a la encarnación y sobrepasa, como una catástrofe, a sus anuncios.

El hombre vestido de luces no es un espontáneo, pero algún día ha actuado como tal: no porque se lanzara al ruedo cuando a otro le correspondía, sino porque inevitablemente alguna tarde hubo de colocarse, sin saber cómo, ante la indiferencia ciega del mundo que embiste contra nuestra voluntad. Hubo de comenzar, pues, como un espontáneo, a erigirse contra esa indiferencia, a conducirla, a introducirla en el tiempo, es decir, en nuestra lentitud filogenética, para templarla. Pero el espontáneo que el torero olvida y deja atrás al curtirse, al hacerse de un sitio, requiere de una teoría: es la teoría de una imaginación súbita, la teoría de una invención, a cada instante, de un arte para el esquive, de una escaramuza para la salida, de una cifra para el éxito.

José Lezama Lima solía explicarse la imposible historia de las artes en Cuba, la imposible generación de lo que no podía ser y fue —música o pintura— en aquella isla, con el esbozo de una categoría que quizá arropa la del espontáneo: lo súbito absoluto. Dice Lezama: “El súbito nuestro participa sobre lo que podría suceder, que es superior a lo que sucede o no sucede”. La gran lección de la historia, de la humana existencia, es siempre lo que podría suceder, más allá de que suceda o no. Cuando el torero abre su capa, cuando el basto mundo cruento entra en esa coordenada de vuelo malva y oro, todo comienza entonces a depender de la órbita hechizada según la cual se rige aquello que podría suceder, o no. Incluso después, cuando ya ha sucedido, somos conscientes de lo que ha podido aún suceder, como si esa potencia fuese siempre un acto latente: extraña cualidad, filosófica, de la ponderación taurina. Así se entiende, desde el ruedo, la verdad compleja que Lezama añade a su pensamiento de lo súbito y absoluto, que “ese podría ser no está en lo histórico en potencia sino en acto”.

La teoría del espontáneo no es otra que la de su caída. Es la figura de lo súbito que acaece, absolutamente. Es la teoría de una aparición: puede ser, pues, la teoría de la catástrofe o la teoría del duende, que acaso son una misma en tiempos distintos. La pregunta, que pudiera ayudar a entendernos, no es pues qué es el espontáneo, ni quién; la pregunta es qué hay del espontáneo en nosotros, qué queda del espontáneo que nunca ha sido en el torero que está siendo, ante el toro, lidiador súbito e imposible, Ícaro en la arena. Pepe Hillo deja caer en su Tauromaquia que el arte sobre el cual elucubra su normativa es, en verdad, infinito. De allí se deduce que su teoría es también inacabable: tiene que inventarse cada vez de nuevo, ante cada animal. También venimos al mundo como el espontáneo salta al ruedo, como el torero vestido de luces sale a la luz por el túnel cavernario de las cuadrillas, cada vez, a inventar la vida, súbita y absoluta.