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Después de Fandiño, nada… ni nadie

No existen los toros pequeños ni las plazas menores. Los puñales de Provechito mataron a Iván Fandiño en la arena de Air-sur-l’Adour. Provechito, sarcástico diminutivo de un toro de Baltasar Ibán que no era pequeño porque tenía las puntas de caramelo y había cumplido cuatro años. Y es verdad que Air-sur-l’Adour (sudeste francés) aloja en su aforo muy pocos espectadores, pero son las plazas “pequeñas” las que sorprenden a los toreros con la guardia baja, sobre todo después de haber pasado los puertos de alta montaña en Valencia, Sevilla y Madrid.

Son los pueblos donde acostumbran a morir los toreros. Le sucedió a Paqurri en Pozoblanco y a Yiyo en Colmenar. Víctor Barrio había muerto en Teruel, que no es un pueblo, pero sí una plaza marginal en los relatos heroicos. Se cobraban su vida y su juventud estos dioses tan arbitrarios de banderillas negras. Y parecía inconcebible que el funeral de Barrio no fuera sino la ceremonia precursora del entierro de Fandiño. Un torero cabal. Un matador antisistema. Y un nuevo mito de la tauromaquia. Jugarse la vida no es una metáfora, pero suele olvidársele a los espectadores vocingleros que trastornan la liturgia y trivializan como blasfemos la ceremonia eucarística.

La muerte de Fandiño ha sido la noticia del año. Y no cabe otra noticia del año en la jerarquía informativa, pero debe hacerse inventario de los acontecimientos, “marginales”, aunque sea como homenaje a la estirpe que representa el torero vasco en el cenotafio del martirologio.

Y las noticias del año han sido tres: la plenitud de Ponce, la tauromaquia integral de Antonio Ferrera y la revelación de Ginés Marín, cuya faena de pulso y temple en la isidrada recupera la esperanza en los toreros de clase y de inspiración. Ginés Marín es una especie protegida. Reúne en su personalidad el arte y el valor. Su mano izquierda tiene facultades hipnóticas. Y su descaro ha proporcionado a la temporada un revulsivo de embrujo a las grandes convenciones.

Y no se trata de despreciarlas, las convenciones, menos todavía cuando ha sido, acaso, 2017 ha sido la mejor temporada de Enrique Ponce. Impresiona decirlo porque va camino de cumplir 30 años de alternativa. Y porque sus triunfos en las plazas grandes -Valencia, Málaga, Bilbao…- también han alcanzado la reconquista de Las Ventas. Nunca el público de Madrid le ha sido tan leal y dadivoso, quizá porque a Ponce ya no se le percibe como una estrella bajo sospecha, sino como un maestro, como a un torero “clásico”. O como a un superdotado. Provisto de la clarividencia, virtuoso en la técnica, Ponce podría hacerle faena hasta a los cabestros de Florito.

Ni siquiera se le observa techo. El Ponce de 2017 fue mejor que el de 2016. Y será peor que el de 2018, aunque la temporada española que se avecina también incluye los incentivos del regreso Morante de la Puebla -su espantá del pasado año fue sólo un calentón- y de la hipotética reaparición de José Tomás, sin menoscabo de las figuras que han dado la talla en el pasado ejercicio: El Juli se ha liberado de la presión competitiva, Miguel Ángel Perera remató en Madrid su guerra de guerrillas, Roca Rey llegó a tiempo de enseñorear su pasmo y Manzanares, contrariado por las lesiones, tuvo tiempo de iluminar la temporada con sus muñecas.

Ha sido un buen año de Juan Bautista, de Cayetano, pero sobre todo lo ha sido de Antonio Ferrera en la perspectiva de la tauromaquia absoluta. Absoluta quiere decir que Ferrera puede con los toros difíciles y con los buenos. Que domina todos los tercios desde la omnipotencia. Que representa la antigua categoría de los lidiadores. Y que ha ido perfeccionando su estilo, llegándose a conceder faenas de extraordinaria dimensión estética (Madrid, Pamplona), aprovechando las opciones de esas ganaderías  despreciadas como comerciales y que en 2017 han sido paradigma de la bravura y de la casta: Alcurrucén, Cuvillo, Jandilla, Garcigrande, Victoriano del Río… han prodigado una insólita regularidad, aunque el balance de los hierros ilustres  no excluye la referencia totémica de Victorino Martín. Murió en 2017 el “paleto de Galapagar”. Pero lo hizo de viejo. A Fandiño lo reclamaron demasiado joven.

Rubén Amón es periodista

NÚMERO TRES. AMÉRICAS. ENERO – ABRIL. 2018