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Ginés Marín, la equis del misterio

La tauromaquia del siglo XXI trae un empaque precoz que se hace sitio en el proceloso mundo de los escalafones por los silencios hondos que dispensa. Ginés Marín no es un torero ruidoso, sino calmo, sereno, propenso a reconcentrarse y acompasar la muleta desde ese centro de niebla de donde vienen algunas faenas que se quedan fijadas en las córneas y no se desalojan. Dio el primer vagido en Jerez de los Caballeros, pero pronto lo trasplantaron a Olivenza (Badajoz). Es quizá por ser allí donde tomó la primera bocanada que le asoma levemente en su toreo algo de los cánones de Jerez. Pero no es cuestión de hacer esoterismos de zodiaco.

Cuando se habla de Ginés Marín estamos proyectando en un pimpollo de 21 años el contorno aún tierno de una figura que, si no se malogra, podrá tener sitio en la cumbre. Debutó hace cinco años, siendo casi niño, pero es en el primer año como matador cuando ha inflamado tantas expectativas: triunfador de las ferias de San Isidro, Pamplona y Santander. La faena de Madrid, con el toro ‘Barberillo’ de Alcurrucén, fue su pértiga. Y la Puerta Grande en Las Ventas coronó el día de su confirmación. Por eso hay que seguir esperando su madurez con atención y apetito. En lo de torear siempre es pronto para cualquier predicción y nunca es tarde para estropear lo conseguido. Eso no debe olvidarlo. Tiene el valor suficiente, no más. No le hace falta confundir la cultura con el culturismo. En ocasiones abusa del adorno, pero tiene en las muñecas un pernio de oro y el menaje de algo propio, de una forma de decir el toreo que puede suceder en cualquier momento con los ritmos y los pulsos justos de la emoción y elevación, que la posee y la sabe modular.

Está faltando en las plazas la figura que da sentido a tantas cosas. El matador que establece una nueva hora en los relojes. Desde José Tomás no sucede el prodigio de la hipnosis, de la devoción que arde en todas direcciones. Con él (y después) se ensanchó el toreo fijando una cota nueva entre lo desvaído de la facilidad y la nocturnidad del enigma a plena luz. Ginés Marín, desde otras latitudes, podría ser uno de esos matadores que ocupen los lugares vacíos del quebradizo arte de mandar con poderosa gramática en los toros. No sólo él, pero él también como puntal de la aventura.

Llegar y adecuar a ciertos toros el gusto por un toreo íntimo es una combinación de azar y de talento. Ahora es cuando empieza la expedición: el tiempo de la confirmación real de que hay arte dentro de esa carcasa de muchacho aún algo candeal. No estamos en condiciones de asegurar nada más de lo que se le ha visto delante del toro. Y sabemos que tiene buen calibre de plomada en los talones. Que permanece quieto en la cara del silleto. Que para, que manda, que templa. Que se atreve incluso y nunca tensa el lance y conoce el fulgor de la armonía, del natural, del solo afinado de un derechazo.

En Ginés Marín viene un torero caminando con andares de relevo generacional. Y podría desplegar desde su seriedad algo de alegría aristotélica contra las confusas pasiones de algunas figuritas volcadas en toros de plastilina. De él depende la epopeya o la réplica. Torear desde el centro de la juventud (y hacerlo como él) requiere no perderle la cara a esa equis de misterio que alimentan los toreros esenciales, los escasos maestros. Los espejos de ley. Los que exploran solos.

Antonio Lucas, poeta y periodista. Es columnista del diario El Mundo.

NÚMERO TRES. AMÉRICAS. ENERO – ABRIL. 2018