m
Post Recientes

Maracay

Hace medio milenio pasta en Venezuela el ganado bovino: tierra de acoso y derribo, de pastoreo y coleo. Toros y vacas alcanzaron América desde las islas del Caribe -Hernán Cortés poseía un asentamiento de bovinos en Cuba aún antes de vencer al imperio mexica- y de allí pasaron por las costas y planicies venezolanas los astados a multiplicarse en el vasto territorio continental. Pero en La Vela y en Cumaná, en Valencia y en el Tocuyo, en San Sebastían de los Reyes y en la inmensa llanura venezolana pastó el primer emporio ganadero de América. Algunos de estos animales volvieron a ser salvajes, se hicieron cimarrones: se contaban en las riberas del Meta y del Casiquiare, en las llanuras de Apure, a inicios del siglo XVII, cerca de medio millón de cabezas de vacuno cimarrón, sin dueño.

Al Nuevo Reino llegaron pues los astados desde La Vela, a través de la Goajira venezolana, y también desde las sabanas apureñas. Hubo juegos de toros y cañas en el territorio de la Nueva Andalucía desde el siglo XVI, aún cuando la corrida española, la corrida goyesca, se populariza solamente en Venezuela desde mediados del siglo XIX, más o menos al mismo tiempo en que se exporta desde España a la Camarga y al pais vasco francés. Sin embargo sólo a inicios del siglo XX pudieron los venezolanos ver salir por toriles un toro de pura casta. «Rubito», de la ganadería del duque de Veragua, quizás el más sabio de todos cuantos saltaron al ruedo, pues al no ser lidiado a muerte fué toreado muchas veces, y es de imaginar que con creciente peligro para los espadas «Rubito» se hizo pronto un «latinista» consagrado. Fué Manolete padre quien mató, el 11 de Enero de 1914, al primer astado de pura casta española en Venezuela, también un morlaco de Veragua.

Estos escasos toros bravos refrescaron con éxito la sangre de las reses criollas. El ganado manso o cimarrón dió lugar, gracias al aporte eventual de semen de Veragua, Miura o Villagodio, a astados de media casta. Así los toros de Mariara y Punta Larga, que pertenecieron al dictador Juan Vicente Gómez, enfrentaron a todos los toreros de España, Francia y América en los cosos de Venezuela. Los toreó con éxito el Papa Negro en Caracas y con ellos triunfaron por primera vez en una arena, también en Venezuela, sus hijos, Pepe y Manolo, antes de retornar con su padre a España, acompañados por un nuevo vástago nacido en Caracas, Antonio Bienvenida.

Esta tierra de Gracia, hoy en desgracia, vió nacer muchas cosas: vió nacer la libertad en la América hispana y vió nacer, en los fértiles valles de Aragua, de la sabiduría del barón Alejandro Humboldt, la primera comprensión global y ecológica del mundo natural desde los tiempos de Lucrecio. Allí, en las riberas del lago de Valencia, Humboldt entendió que la naturaleza no había sido creada para el hombre, y que sólo existía en una precaria relación de equilibrios, capaz de romperse en cualquier momento. No es de extrañar que estos fértiles pastos regados por las aguas del lago de Valencia alojaran, más de un siglo más tarde, a la primera ganadería de bravo de Venezuela, aquella legendaria vacada de Guayabita, antigua de Pallarés, que vino a traer desde Córdoba, con mayoral incluído, por encargo de Gómez, el pasmo de Triana, Juan Belmonte.

La capital de Aragua es Maracay, que también fué la capital de facto de la nación durante el largo y cruento gobierno gomero. Cuando Belmonte llega por primera vez a Maracay, según cuenta a Cháves Nogales, desde Puerto Cabello, aún no había, en rigor, plaza de toros en la ciudad aragüeña. La escena es digna de leyenda: vió surgir Belmonte del fondo de la llanura a un grupo de jinetes, entre quienes resaltaba la atlética figura de Alí Gómez, hijo del tirano. Para sorpresa del Pasmo, lo que a continuación sucedió fué una proeza insólita de acoso y derribo: acompañando la caravana de automóviles que traía al torero el jinete perseguía a un novillo de media casta en la estepa hasta tomarlo con la mano directamente por la penca y voltearlo en la hierba desde el caballo. Esta escena de tauromaquia criolla sorprendió a Belmonte, quien la recordaba años más tarde. Ella coincide, casualmente, con el relato que siglos antes había ofrecido el humanista Cassiano dal Pozzo al narrar la visita del Cardenal Barberini a la corte de Madrid en 1626, cuando vieron surgir desde sus elegantes carruajes al monarca, Felipe IV, en lo alto de una colina sobre un caballo blanco en persecución cinegética de sus presas animales.

De España a América pasó la simbología del poder y de la soberanía política asociada a la caza y a la tauromaquia. Cuando se sobrevuela la infinita llanura de Venezuela puede observarse, aquí y allá, algún rectángulo perfectamente dibujado en el pasto donde los habitantes del Llano colean a sus toros desde hace siglos. La inscripción de esta idea espacial, de esta cifra geométrica en el vasto descampado del espacio indica que con la tauromaquia empieza la invención humana de un mundo. No es otra La escena llanera de Martín Tovar y Tovar, verdadera representación a través de la doma de la emancipación nacional venezolana. Igualmente en la densidad habitada de los pueblos y ciudades se despeja desde antiguo el contorno circular, el metafísico redondel de las plazas de toros. Carlos Salas, en su fascinante recuento de los toros en Venezuela, ofrece sin embargo la planta octogonal de una de las muchas plazas de toros caraqueñas, la de Capuchinos, erigida en 1796. A fines del siglo XIX, antes de que se construyera la Plaza del Circo Metropolitano hubo, en activo, al mismo tiempo, cuatro cosos taurinos en Caracas, ciudad de modestas dimensiones. A menudo estas plazas fueron erigidas al lado de un matadero, como la plaza del Nuevo Circo de Caracas, diseñada por el arquitecto del fin de siècle venezolano, Alejandro Chataing, en 1919, y que aún subsiste, menospreciada por la equivocada ausencia de corridas en la capital de Venezuela.

La plaza de toros es la contraquerencia de lo animal que se hace lugar en la circularidad del vacío, y que ha de ser colmado por gentes para la fiesta del sacrificio ceremonial del uro. Es la marca ígnea, el indicio en forma de arquitectura del más profundo significado de la tauromaquia: otorgar sentido cultural, simbólico, antropológico, cultual a la muerte animal.

En la plaza de toros, en el círculo mágico y concreto de la arena puede leerse a lo largo y ancho de la América Hispana, de San Carlos en Montevideo a Acho en Lima, de Cañaveralejo en Cali a Santamaría en Bogotá, de Cartagena a la Monumental mexicana, Aguascalientes o Veracruz y de Quito a Maracaibo, Valencia, San Cristóbal, Mérida, Tovar, Maracay y Caracas, en Venezuela, la compleja negociación en forma de tensiones que constituye la instauración de la ciudad, es decir de la civilización, en su agonía permanente con el mundo rural, salvaje, primal, desértico y arcádico de la naturaleza que nos precede. Así Hércules en el mito fundacional de Hispania lleva los toros de Gerión a contraquerencia. Así, a contraquerencia, el sujeto hispano y mediterráneo los ha combatido, precisamente para dar testimonio vivo, con su sacrificio, del rastro del animal primal, ni salvaje ni doméstico: para crear y mantener la posibilidad genética, real del animal-que-estaba-antes.

Se puede ver, como en pocas ocasiones, la densidad simbólica de este vacío donde se combate al toro desde los rascacielos concebidos por Rogelio Salmona, inmenso arquitecto colombiano, cuya altura domina la plaza de Santamaría en Bogotá. Pero cada quien posee su plaza, sentimentalmente. Esa posesión es parte sustantiva de nuestra afición. Yo le he preguntado a mi amigo matador, Manolo Vanegas, cúal es su plaza en Venezuela, y él me ha respondido sin dudar: Tovar donde me vestí torero niño. Tovar está encaramado en los Andes, es plaza techada y moderna, pero su colorida cubierta de vitrales, sobre elevada, deja ver desde el tendido los abismales valles merideños donde los humanistas modernos de Venezuela sintieron estar, por primera vez, en un lugar adánico. En la plaza de Tovar hay, además del coso taurino, una sede para el sistema de las orquestas juveniles, el ateneo de la ciudad y el museo taurino: cifra de una totalidad cultural que aún sobrevive en Venezuela, golpeada por la indiferencia del presente.

Mi plaza es otra, por razones familiares y geográficas: Maracay.

Contrariamente a lo que profesan manadas de buenistas bienpensantes, la tauromaquia es asunto fundamentalmente moderno. La corrida de toros, donde cada torero se encarna en Hércules y combate al animal a contreaquerencia para hacer visible su anterioridad primal y brava fué nuestra revolución francesa: allí el ciudadano ordinario se hizo sujeto absoluto de su destino público en una escaramuza dramática con el toro. En Maracay, construída para ver torear a Juan Belmonte durante su retorno de los años 30, erigida pues para ver torear al toreo moderno, la plaza ostenta la gracia post-andaluza y morisca de aquellos años.

La arena de Maracay lleva hoy nombre de maestranza y de torero, de gigante: Maestranza César Girón.

Maracay es la plaza más elegante de América. También es la única plaza de América, o del mundo, cuyo edificio fué concebido, firmado, por un genio indiscutible de la arquitectura moderna: Carlos Raúl Villanueva, quien experimentó, bajo sus aleros moriscos, los tensores de su maestro Perret. Primer edificio del primer arquitecto moderno de Venezuela, la arena de Maracay es cifra taurina, lazo que une, en un prodigio de arcadas, ogivas y proporciones, archè y futuro, el tiempo de donde venimos y su promesa incesante en la muerte del toro, en la danza del torero, o en el indulto que le devuelve a la naturaleza, como un don absoluto, la figura astada de su primer día.

Luis Pérez Oramas, escritor. Es curator de arte latinoamericano.

NÚMERO TRES. AMÉRICAS. ENERO – ABRIL. 2018