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Flamenco y toros

Decía Pepe-Hillo en su Tauromaquia (Cádiz, 1796) que le extrañaba que, pese a vivir en un siglo tan fino que hasta se escribía sobre las castañuelas, no se hubiese escrito nada sobre toros. Desde entonces se ha escrito mucho sobre toros, pero —lo que también a mí me extraña—, se ha escrito muy poco sobre toros y flamenco.

Recapitulando, sobre toreo y flamenco tendríamos, en primer lugar, los dos libros del argentino-sanroqueño Anselmo González Climent —Andalucía en el toreo, el cante y la danza (1953) y Flamencología. Toros, cante y baile (1955)— que inician y dan nombre a la ciencia que estudia el flamenco. Luego, el texto —magnífico— del italiano Mario Penna —Los gitanos, el flamenco y los toros (1968)—, recientemente reeditado. Habría que esperar algunos años para llegar al capítulo que, para el tomo VII de Cossío, escribieron Fernando Quiñones y José Blas Vega —“Toros y arte flamenco” (1982)—; habría que esperar casi otra década para el pequeño librito de Alfredo Arrebola Cante y toros. Un ensayo de aproximación (1991). Un año después, Manolo Caracol enseñaba a Paco Camino cómo se debe torear (¡eso sí que es arte!) desde la portada de un número monográfico de la revista La Caña (1992) y, por último y ya más reciente, tenemos el libro de Pablo G. Mancha Santísima Trinidad (1992), que añade el vino al dúo flamenco-toros. Aunque alguno se quede en el camino, esa es la bibliografía básica sobre el tema.

La verdad es que me sorprende esa parquedad, considerando que la tauromaquia moderna, la que hoy conocemos, el toreo a pie, esa de la que tanto se ha escrito, nace precisamente durante ese siglo XVIII y que, por esa misma época, es cuando cristaliza el cante flamenco, del que también se ha escrito lo suyo. De entonces a la fecha, toros y flamenco, flamenco y toros han andado siempre de la mano. Lo atestiguan esos textos y lo atestiguan aquellos grabados decimonónicos en los que los toreros, tras las corridas, celebran éxitos o endulzan fracasos acompañados de majas y flamencos en ventas, posadas y mesones. La escena tiene fuerza y hubo de repetirse con frecuencia. Se juega mucho el torero en la plaza (el honor, el triunfo, el fracaso, la muerte…) como para no beberse la vida a grandes buches.

Las juergas seguirían, pero —nueva época— en otros escenarios. Le tocaba el turno —finales del XIX y albores del XX— a los cuartos o reservados, de los que también tenemos testimonios gráficos —que ya serán fotográficos— y en los que nos podemos encontrar a toreros y flamencos disfrazados de toreros, como la bailaora La Gamba, mujer de Manuel Torre, ya anciana, sentada sobre las piernas del Papa Negro. O, en el pasaje del duque de Sevilla y en pose más formal —hay fotografía—, a El Niño de la Palma, de quien dicen que bailaba, y muy bien, por bulerías, junto a Manuel y Tomás Torre, al enigmático Manolo de Huelva, a El Niño Gloria, cuyo fandango no se ha dejado ni dejará nunca de cantar, a Labioburra, a La Malena, a Mazaco y a Currito el de La Jeroma. Por los mismos años, en la Vinícola —también hay fotografía—, el trianero Cagancho, saga de fragua gitana, convocaba en su alrededor a Pepe Marchena, Manuel Vallejo, Tomás Pavón, Ramón Montoya y, otra vez, a Manolo de Huelva. ¡Casi ná!, que dirían los flamencos.

Pero esas juergas no se agotaban en lo lúdico, sino que tenían mucha más trastienda porque el torero, pariente rico de esta singular familia, mantenía con sus ganancias, que eran muchas, las penas, que no eran pocas, de sus parientes pobres, los flamencos. Un mecenazgo habitual que a veces cobraba vuelo intelectual, como cuando el inefable Ignacio Sánchez Mejías, benefactor y mecenas de la Generación del 27, a la que cobijó y reunió en Sevilla para homenajear a Góngora en su centenario, prohijó y acogió a un buen grupo de flamencos: Pilar López, La Macarrona, La Fernanda, La Jeroma, La Maora, Rafael Ortega, El Gloria, El Lillo, Espeleta, Churri y el bailaor Albaicín, montando para La Argentinita, su amante, el espectáculo Las calles de Cádiz, que tan buena acogida tuvo. Fue en 1933, un año antes de que el toro Granaíno de Ayala lo matara en la plaza de Manzanares cuando iniciaba —como solía— la faena de muleta sentado en el estribo, una suerte que —decían algunos— no tenía riesgo. García Lorca lo lloró inmortalizando su muerte —“Eran las cinco de la tarde”— en el poema “La cogida y la muerte”, llevando a Ignacio a la gloria del cielo de los poetas. El mismo cielo azul al que Alberti, una década antes obligado por el propio Ignacio, había llevado al mejor de los toreros, Joselito El Gallo —“Llora giraldilla mora / lágrimas en tu pañuelo / mira cómo sube al cielo / la gracia toreadora”—. Ese mismo Alberti al que Ignacio había sacado en Pontevedra de banderillero emérito con un terno naranja y negro “porque los poetas no ganan dinero y yo te voy a dar un buen sueldo”.

Tanta relación y tanto contacto tenían que dar lugar, y lo dieron, a un incesante trasvase entre ambos bandos amigos. Innumerable es la relación de toreros que gustaron o se dedicaron al cante o hicieron sus pinitos flamencos como no menos innumerable es la relación de flamencos que quisieron o llegaron a ser toreros o, simplemente, que fueron —lo que no es poco— grandes aficionados al toreo. Un trasiego que aún hoy no cesa (¿verdad, Rancapino?).

Citemos algunos nombres comenzando por los toreros que se quisieron flamencos. Y empecemos por el insigne Enrique Ortega, El Almendro, primo de Joselito, Rafael y Fernando, y creador de un fandango, el fandango del Almendro, que todavía se canta y que popularizó otro primo suyo, el genial Manolo Caracol. Y hablando de primos, hay que citar al trianero Bengala, banderillero y primo hermano de Joaquín Rodríguez Ortega, Cagancho, que cantaba por seguiriyas, soleares y bulerías.

Banderillero era también Juan José Jiménez Ramos, Tío José El Granaíno, a quien se le atribuye la invención del cante por Caracoles, un antiguo mix musical hecho de retazos de coplas, zarzuelas y pregones en aire de cantiñas gaditanas. Una delicia a la que Chacón, amigo íntimo de Bombita, dio acabado musical y popularizó.

En esa relación no puede faltar tampoco Tragabuches, torero gitano y rondeño que, tras matar a su mujer, la bailaora La Nena, y al amante de esta, se hizo bandolero y recorrió la serranía cantando esta copla: “Una mujer fue la causa / de mi perdición primera / que no perdición de hombres / que de mujeres no venga”. Miguel Hernández nos dejó su biografía en el Cossío.

Puestos a cantar, la tradición dice que también cantaba Manuel Díaz, El Lavi, el primer torero gitano del que se tiene memoria —¿cómo no iba a cantar?—, y también cantaba Manuel Hermosilla, ese fino artista de Sanlúcar de Barrameda, hoy olvidado, que fue amigo y mentor del cantaor Enrique El Mellizo, a quien llevó muchas veces de puntillero en su cuadrilla. El Mellizo, en los calores veraniegos, gustaba de refugiarse en las iglesias y escuchar el cante gregoriano de los curas. De ahí sacó su malagueña, la tremenda y singular malagueña del Mellizo, una malagueña con aires litúrgicos —¿acaso no es el flamenco, como el toreo, un rito?—. Y de Cádiz era también Manuel Díaz, Agualimpia, quien entonaba los cantes ancestrales: corridos, romances, cantiñas y las hoy perdidas y desconocidas gilianas. A otro gaditano, José Espeleta, El Pollo Rubio, lo llevaba en su cuadrilla Antonio Fuentes sólo para oírle cantar.

Y seguimos. Gaona tocaba la guitarra. Juan Belmonte solía cantiñear constantemente una vieja soleá trianera: “A mí me gusta esta serrana / porque la encuentro a mi apaño / siempre me han gustao a mí / prendas del mismo paño”. Cuentan que el día que se pegó el tiro le oyeron cantar un fandango muy conocido: “Árboles de la ribera / tened compasión de mí / estoy queriendo de veras / a quien no me quiere a mí / ni una pizca siquiera”. El jerezano Juan Luis de la Rosa, que anduvo de novillero con Granero y Chicuelo por tierras de Salamanca, también cantaba, aunque parece que más discretamente que otra cosa. Y, ¿cómo no?, cantaba Cagancho, de estirpe cantaora trianera. Cagancho cantaba, sabía hacer son con las palmas y bailaba por bulerías. También bailaba de dulce, ya lo hemos dicho, Cayetano Ordoñez, El Niño de la Palma y, muy meritorio pues era de Valladolid, también bailaba Fernando Domínguez, tío del Roberto Domínguez que hemos conocido.

Otro que cantaba o canturreaba era el cordobés Manolete, quien lo hacía siguiendo la escuela de Los Onofre, familia de cantaores y picadores cordobeses: “En la orillita del río / está llorando Manuel / porque se le han caío al agua / pluma, tintero y papel”. De Manolete, El Monstruo, hay una grabación cantando en México con Silverio Pérez, El Tormento de las mujeres, pero no por flamenco, sino por rancheras —“La feria de las flores”—.

Más modernos, Juan de Dios Pareja Obregón llegó a grabar discos como guitarrista; Curro Romero cantaba y canta —sólo cuando está muy a gusto y con gente de su gusto— el fandango del Almendro; y citando a Curro, no podemos olvidar ese microsurco a 45 RPM de villancicos flamencos y toreros que, allá por 1967, grabó con fines benéficos junto a Antoñete y Rafael Gitanillo con la guitarra de Paco Cepero. La anécdota de la grabación, según la ha contado Chenel, fue la del número de días que se tardó en poder grabar. Todo ello debido a los nervios de Gitanillo de Triana, quien —a pesar de su rancio abolengo trianero— necesitaba para atreverse a cantar “hacer voz” con una copita de aguardiente. Antoñete lo acompañaba y lo seguía en esa puesta a punto diaria junto a la barrera —perdón, mostrador— de los bares que encontraban camino de la casa discográfica, que eran quizás demasiados.

Todas las tardes se tenía que posponer la grabación ante el simpático pero lamentable estado con el que los dos toreros se presentaban en el estudio. Una situación que Curro Romero soportaba impasible con su habitual estoicismo y elegancia, hasta que no hubo más remedio que grabar. Chenel cantó ronco y Rafael sólo pudo recitar.

Rafael Gitanillo era trianero y descendiente del mítico cantaor Curro Puya, aquel que cantaba por tonás “A mí me dicen Curro Puya / por la tierra y por el mar / y llegando a la taberna / la piedra fundamental”. Rafael era hermano de Francisco Vega de los Reyes, que heredó el apodo de su abuelo. A Curro lo mató en Madrid el toro Fandanguero de Graciliano Pérez Tabernero.

Y vamos con los flamencos que se quisieron toreros. Una relación tan extensa como la anterior. De los antiguos destaca Silverio Franconetti, el payo de los pies grandes —el único reparo que pudieron ponerle— que destempló a los gitanos cuando volvió de Uruguay, donde además de otras cosas había sido picador. Fue gran amigo de Enrique Ortega, El Gordo, de quien luego hablaremos. Tan gran amigo que, cuando se murió Enrique, Silverio se iba a las murallas de Cádiz a cantarle por seguiriyas: «Por Puerta de Tierra / no quiero pasar / porque me acuerdo de mi amigo Enrique / y me echo a llorar». Otro cantaor que fue picador, este con Lagartijo, era Manuel Moreno, Juanelo El Feo, fundador de la dinastía de los Onofre cordobeses. Dicen que fue el creador de las alegrías de Córdoba y de las soleares de Córdoba. También fue cantaor y picador su hijo Ricardo Moreno Mondéjar, Media oreja. Otro Onofre.

Y volviendo a Cádiz, no olvidemos que Enrique El Mellizo, antes de acabar como puntillero de Hermosilla, había sido banderillero de Lavi hijo y de El Marinero. Y otro cantaor que había sido banderillero fue José Ortega, El Águila, casado con una hija de Curro Dulce. Torero, de novilladas y capeas, había sido El Estampío, quien luego inventaría, como profesional del flamenco, el baile del picador en el que se inspiraron Juan Farina y otros muchos.

Mozo de estoques de Gallito era Caracol El del Bulto, padre de Manolo Caracol. También había sido torero —novillero— antes de cantar, el sevillano Manuel Centeno, a quien se debe en gran medida la moderna saeta sevillana por seguiriyas. Novilleros fueron también los cantaores gaditanos Aurelio Sellés (Aurelio de Cádiz), El Flecha de Cádiz y Flores el Gaditano. Novilleros sin picadores. Y fue aspirante a torero, aunque la chiflaúra le duró poco, el inmortal Camarón de la Isla.

Tanta relación tenía que dar frutos, y los dio. Los matrimonios y enredos entre toreros y flamencas o artistas han sido frecuentes y constantes a lo largo de la historia. Ya hemos citado el de Tragabuches y La Nena, pero hay muchos más parejas tauro-flamencas: Fernando El Gallo y Gabriela Ortega, El Tato y La Campanera, Paco de Oro y La Bizca, Sánchez Mejías y La Argentinita, Chicuelo y Dora La Cordobesita, El Niño de la Palma y Consuelo Reyes, Juan de la Palma y Paquita Rico, Antonio Maravilla y Rosario de Triana, Carnicerito de Málaga y Soledad Miralles, Gitanillo de Ricla y Paquita Escribano, Antonio Márquez y Concha Piquer, Curro Romero y Conchita Márquez Piquer, Joaquín Bernardó y María Albaicín, Julio Aparicio y Maleni Loreto, Gitanillo de Triana y Rosario (la hija de Pastora Imperio), Héctor Álvarez y Pastorita (hija de Gitanillo), Paquirri y La Pantoja…

Pero el matrimonio más emblemático, y eso que duró un suspiro, fue el de Rafael El Gallo y Pastora Imperio. Muchos lo han querido descifrar, pero las razones de esa separación siguen siendo un misterio que aún nos intriga. El matrimonio de Rafael duró poco, pero su dinastía, la de los Gómez Ortega, ha sido la más fecunda en toda la historia del toreo y del flamenco. En la revista La Caña que antes citábamos, se incluyó el árbol genealógico de esa saga sevillano-gaditana dibujando una guitarra para cada flamenco y un estoque para cada uno de los dedicados al toreo. El árbol está lleno de guitarras y estoques y, para colmo, algunos llevan a la vez estoque y guitarra. En ese árbol genealógico, inventariado por Francisco Rodríguez —Toreo por seguiriyas. Aproximación a la genealogía gitana de los Ortega (2013)— está casi todo el toreo y casi todo el flamenco. Desde Manolo Caracol a Joselito El Gallo, desde Ignacio Sánchez Mejías hasta La Niña de los Peines.

El árbol familiar comienza con los Ortega Díaz: Gabriel Barrambín; Manuel El Lillo; Francisco de Asís, El Cuco, y Enrique Ortega, El Gordo. Todos toreros. De hecho, para entrar en esa familia había que ser torero. Es lo que le pasó a un chaval de Cádiz, José Ponce, quien se enamoró de una de las hermanas, Cristina. Por amor se hizo torero y un toro lo mató en Lima, lejos de su amada Cristina. Todavía hoy se le recuerda (Carmen Linares, por ejemplo) por seguiriyas con una letra que dice “Pobrecito Ponce / que en Lima murió / como murió llamando a Cristina / miren qué dolor”.

El citado Enrique Ortega, El Gordo (abuelo de Enrique Ortega, El Almendro), banderillero, dejó el toreo por su voluminosa fisonomía y se casó con Carlota Feria. Sus hijos, varones y hembras, fueron todos flamencos, cantaores y bailaores. Una de las hijas, Gabriela Ortega Feria, se casó con un torero de tronío, no gitano, Fernando El Gallo, y de ahí vinieron Fernando, Rafael y Joselito El Gallo: “Los niños de la Gabriela”, que cantara Lola Flores. Pero la pareja también tuvo niñas que se casaron —no podía ser de otro modo— con toreros: Lola con Ignacio Sánchez Mejías; Trinidad con Manolo Martín Vázquez (hermano de Curro y tío de Manolo y Pepín, el inolvidable Pepín de “Currito de la Cruz”); Eloísa, hija natural de Fernando El Gallo, con Blanquito; y Gabriela con su primo Enrique El Cuco. Padres, estos últimos, del torero de posguerra Rafael Gallito y de esa recitadora de mucho empaque y ronca voz que se llamó Gabriela Ortega. Ese Cuco era hijo de un hijo del Gordo, José Ortega, El Águila, padre este último de Caracol El del Bulto y abuelo por tanto de Manolo Caracol.

De esa saga forman parte también, entre otros, Los Pelaos de Triana, Curro Dulce y La Niña de los Peines, pues su sobrino Arturo Pavón, el pianista, se casó con Luisa Ortega, la hija de Manolo Caracol.

Flamenco y toros, toros y flamenco. Aparentemente, dos caras de una misma moneda, aunque, si bien se piensa, el toreo y el flamenco tienen como actividad creadora muy poco que ver entre sí. Ni sus reglas ni sus claves son las mismas. Eso es lo que, según el testimonio de Claude Popelin, les explicaba una vez Ignacio Sánchez Mejías a un grupo de calés dedicados al flamenqueo. Unos —los toreros— son guerreros y van a la guerra, decía Ignacio, mientras que los otros —los flamencos— son artistas y permanecen en la retaguardia.

Puede que Ignacio tuviera razón, pero flamencos y toreros, con sus diferencias, forman a fin de cuentas parte de una única y misma familia. Mágica familia que tanto nos ha regalado a lo largo de nuestra historia.

JOSÉ MORENTE es arquitecto y autor del blog taurino La razón incorpórea.

SEGUNDO AÑO. NUMERO CUATRO. FERIAS. MAYO – AGOSTO. 2018