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Jugar al Toro

El cuerpo es transmisor de saberes. En tauromaquia entendemos el cuerpo como compendio y fin de una serie de memorias tan bien establecidas, tan naturalmente incorporadas, que muchos críticos han llegado a creer en un posible origen innatodel conocimiento del torero frente al toro. Estos esencialistas se muestran incapaces de valorar el trabajo paciente del tiempo —decantación de las sucesivas memorias— y, sobre todo, del cuerpo. En efecto, nos olvidamos con demasiada frecuencia de la fantástica labor metamórfica de la memoria in-corporada. Los niños que juegan al toro imitan gestos que vienen de lejos.

 

En tauromaquia es el cuerpo del torero el que guarda memoria, pero no se vaya a creer que este conocimiento es innato, de ningún modo. Este dificilísimo saber solo se aprende y se incorpora a través del ejercicio paciente, la afición desmedida y el valor. De Joselito el Gallo, niño prodigio por excelencia en el arte de torear, se decía que “nació sabiendo”. Quizá haya una explicación más sencilla para este prodigio: desde una edad muy temprana, aquel niño jugaba al toro en la Alameda de Hércules con tanta convicción, con tan extraordinario ejercicio de imaginación, que al llegar a la pubertad ya era todo un maestro consumado en un oficio de hombres curtidos. El niño prodigio en tauromaquia —de Paco Camino al Juli, por poner solo dos ejemplos bien conocidos de precocidad— surge justamente de este sustrato: el juego como espacio para la imaginación sin límites, el ejercicio de la sensibilidad y, como consecuencia de todo ello, la experiencia. Con los años, por ser tan dura esta labor frente al toro, será condición indispensable para el aspirante una gran afición para llegar a convertirse en matador; no digamos para llegar a figura.

 

En definitiva, el cuerpo del torero es el resultado de una depuración paciente de gestos sublimados y perfeccionados frente al toro a lo largo del tiempo, la consecuencia de un arte de la memoria incorporada a lo largo de las sucesivas generaciones de quienes se jugaron la vida en la verificación de su arte. Como en cualquier otro ámbito artístico, se trata de encontrar el hilo biográfico que nos une con nuestra infancia. Seguramente Gallito, siendo ya figura, sentía en muchas ocasiones la misma emoción que cuando jugaba de niño al toro. La existencia del torero como sujeto, si bien se manifiesta en exaltación o arrebato frente a un público expectante, está enraizada en lo que María Zambrano denominó, en fórmula magistral, los “ínferos de la memoria”, allá donde ha de rebuscar el artista para sentirse.

A.J.P.

SEGUNDO AÑO. NUMERO CINCO. FERIAS. SEPTIEMBRE – DICIEMBRE. 2018