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Zapopinas

Parece instintivo. Un niño coge una capa por el cuello y la sacude en el aire para inventar en medio del aire una serpentina o bien, un adulto que parece niño coge una capa por la mitad y provoca una ondulación como quien sacude un mantel con gracia y termina enroscándose una punta del capote en el muslo o por encima del codo. Parece incluso la mejor manera para doblar el percal y, de paso, limpiarle la arena que se le ha pegado a la piel como si fuese una toalla de playa.

Sea como sea el secreto origen de la floritura, lo cierto es que hubo un torero mexicano llamado Miguel Ángel Martínez Hernández, a quien apodaban El Zapopan (por su lugar de origen en Jalisco), que acostumbraba florear el capote en su turno al quite , aunque vaciaba la suerte por arriba como si fuera un torero antiguo. Conocida ya la suerte como Zapopinas, no pocos alternantes recurrían al remolino como remate o simple recurso cuasi cantinflesco para jugar al birlibriloque (en la mayoría de los casos, aprovechando el viaje como los buenos taxistas y los malos toreros).

llegó entonces al mundo de los toros un niño sabio, completo hasta en la forma de coreografiar las banderillas y caminarle a los toros con el fleco imberbe, llamado Julián López y apodado hasta en la edad madura de ahora como El Juli. Este hombre, hoy figura, imprimió tal sello a las mentadas Zapopinas que empezaron a llamarlas Lopecinas, emparentadas con los giros de la Chicuelina, celebradas por el bullicio e incluso, permitiendo un desdeñoso final cuando se remata, soltando una punta del capote. Parece más visto cuando el toro viene de largo y el torero cronométricamente la ondulación del capote como para coincidir en el momento de la reunión con el giro que cambia la trayectoria de la embestida y, como un chicuelo, hacerlo pasar por un costado casi enroscado , sincronizado todo con la explosión de un Olé. Y sin embargo, es un quite que no me gusta del todo. Se afea la geometría del toreo con esa sacudida tan vodevilesca que parece recurso instantáneo de un espontáneo o el trapazo desesperado de un incauto improvisado; parece mantazo de capea, carcajada burlona que salva la cornada pero que nada tiene que ver con el misterio del temple, la cadencia o el donaire de otras suertes con el capote.

Es un quite no de salvación de un compañero en peligro, y quizá indigno de llamarse artístico, aunque sea celebrado y socorrido como un efectivo golpe vistoso que impresiona a los tendidos, no extento de coquetería o pellizco, pero más cercano a la graciosa huida que a la apasionada entrega. Y eso, también parece instintivo.

 

Jorge F. Hernández es escritor.

CUARTO AÑO. NUMERO NUEVE. INVIERNO. ENERO – ABRIL. 2020