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BUENASUERTE, DE TORRESTRELLA

El toreo se jerarquiza de muchas maneras. Valor, técnica y arte forman una trilogía básica con la que cada torero juega sus mejores bazas. Un caso peculiar lo forman los toreros poderosos, «largos» les llamaban antes, pues el dominio y el conocimiento no gozan —no han gozado nunca— de buena prensa. Mientras los públicos prefieren a los toreros valientes y los aficionados conspicuos a los del arte, el toreo de los mandones queda para el paladar de muy pocos aficionados. Y es que la lidia de un toro tiene tantos y ocultos matices que se necesita —lo decía Corrochano— mucho conocimiento y una cabeza muy clara y despejada para disfrutarla en todo su esplendor y en todos sus matices.

Un buen catador del toreo fue José Flores Camará, torero cordobés y amigo de Joselito el Gallo, al que José, empero, borró la misma tarde en la que le dio la alternativa. Un Camará que muchos años después y con mucho bagaje a sus espaldas como apoderado (fue el descubridor y mentor de Manolete) no tardó en fijarse en un joven torero lleno de pundonor y voluntad y lleno también de capacidad: Francisco Rivera, Paquirri.

Un muchacho nacido en Zahara de los Atunes, Cádiz, cerca, muy cerca de esa ruta del toro donde las cosas del toreo se entienden de una forma radicalmente distinta a como las puede concebir el gran público de las plazas grandes. Allí el toreo —y, sobre todo, el toro— se convierte en algo cotidiano y muy cercano. Es donde se vive de verdad el toreo por dentro.

Quizás por nacer donde nació, tuvo Paquirri un concepto de la lidia inusual en aquellos años sesenta en los que inició su andadura, años en los que en el toreo se habían recortado en tantas cosas. El de Zahara, sin embargo, siempre entendió la lidia como un espectáculo total y completo al estilo de los diestros del xix, un espectáculo que comenzaba de salida en el tercio o a porta gayola con unas espectaculares largas cambiadas y seguía a ritmo trepidante y vertiginoso hasta la estocada final que, evocando a Rafael Ortega, no era nunca de trámite. Y eso, sin olvidar sus tercios de banderillas, suerte que practicó sin demérito de su categoría de figura toda su carrera.

A Paquirri, que no tuvo sin embargo el reconocimiento pleno de la prensa, ni el de algunos aficionados, algo común a esos toreros mandones que tanto molestan por su sabiduría y por su poderío, lo mató un toro de Sayalero y Bandrés en la plaza de Pozoblanco en 1984, un año antes de que un toro de Marcos Núñez matara en Colmenar Viejo a Yiyo. Unas muertes que ya no cantaron los grandes poetas como las de José o Ignacio, sino que fue portada de las revistas del papel couché. Pese a ello, esas dos muertes devolvieron a la Fiesta parte de la dignidad que había perdido injustamente en la década anterior.

Pero no quiero recordar aquí al Paquirri de las revistas de corazón, al torero mediático (mediático al estilo de Antonio Reverte o de Luis Miguel Dominguín), sino a aquel diestro gaditano que en 1979, ya siendo figura, se presentó en Madrid con un corridón de Álvaro Domecq, que había causado sensación en el Batán.

Paquirri, que como torero prefería los toros dóciles, pero que como aficionado se decantaba por los problemáticos, reconocía que cuando triunfaba con uno de estos últimos era cuando disfrutaba de verdad en el ruedo. Y un toro problemático de Torrestrella, de nombre Buenasuerte, de bravura insaciable, rayando en la fiereza, fue el que se encontró en Madrid el 24 de mayo del citado año. Un toro de casta para un torero encastado. Una combinación explosiva.

Aunque el día anterior tuvo que superar la inquina de parte del público para triunfar, llegó a la plaza embalado. Por eso, con Buenasuerte no hubo tutía. Al toro, aplaudido de salida por su trapío, lo recibió en el tercio cerrando con una media de impresión. Lo picó, en el 9, Rafael Muñoz, de Sanlúcar la Mayor, quien había ido con Antonio Ordóñez hasta la retirada del rondeño y que era descendiente de un mítico mayoral de Pablo Romero. Tres varas sin pegarle mucho, que los toreros poderosos, máxime sin son buenos rehileteros, prefieren a los toros crudos.

La faena no es para contarla, sino para vivirla. Paquirri cruzó varias veces al otro lado de esa raya que, con los toros fieros, marca el ser o no ser de un torero. Un paso, sólo un paso es el que determina el triunfo, pero siempre a riesgo del cornadón. Una faena vibrante, tan vibrante como la acometida del toro, que tuvo el merecido colofón de una gran estocada. El Viti pidió la vuelta al ruedo para el toro, que el presidente concedió, igual que las dos orejas para el diestro, que nadie discutió.

Aquélla de 1979 fue una Feria de San Isidro durísima. Diez toreros acabaron en la enfermería y dos corridas se suspendieron por cogida de los tres diestros. Y dentro de esa dureza, destacó, curiosamente, esta corrida de Torrrestrella para figuras. Un encierro que se encontró enfrente con el poderío de Paquirri, la casta de Palomo y la clase de El Viti. Casi nada.

El caso de Francisco Rivera merece nuestro recuerdo. Es muy posible que hoy día, para quienes no le vieron torear, Paquirri no sea más que un torero mediático, cantado por la prensa del corazón, especialmente tras su boda con una tonadillera y su muerte en los ruedos, pero su paso en el toreo significó mucho más que todo eso. Aunque hoy sólo se le recuerde en las páginas de esas revistas de papel couché.

¡Qué complicado y difícil es esto del toreo!

José Morente