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El pego

Isabel Muñoz

Uno de aquellos pioneros oriundos de una Europa que siempre quedaba al norte de los Pirineos, viajeros impenitentes que hacia mediados del siglo xvii se adentraron en nuestras tierras con ganas irrefrenables de diseccionar a los españoles de la época, nos dejó una frase memorable: «La escasez de brujos en España se debía a la decisión del diablo de no tratar con españoles por miedo a que lo engañasen». Esta impagable observación se la debemos a la sagacidad de Robert d’Alcide de Bonnecase, autor de Relación de Madrid (Colonia, 1666), una sátira sobre la vida madrileña en la que sus habitantes no salen muy bien parados. D’Alcide de Bonnecase cultiva con acidez (debida quizás al cocido y a los rudos vinos madrileños de entonces) la sátira despiadada, la visión negativa y sesgada de usos y costumbres para poner de relieve en todo momento los aspectos más denigrantes de la capital.

 

Viene todo esto a cuento del lamentable espectáculo ofrecido en fechas recientes por parte de la empresa de Sevilla a la hora de sacar a la luz pública unos carteles que despertaron en su momento un gran interés entre los aficionados no sólo sevillanos, sino de todo el orbe taurino. Ante la enorme expectación levantada —y las lógicas ganas por parte de la afición de ver toros después de más de un año sin corridas—, la empresa de Sevilla decidió echar la casa por la ventana confeccionando una magnífica feria, la mejor que se recuerda; eso sí, sabiendo de antemano sus máximos responsables que no se iban a dar las condiciones necesarias para poder darla. Suspendidas por segundo año consecutivo las procesiones de Semana Santa, ¿alguien en su sano juicio pensó que las autoridades competentes de la Junta de Andalucía iban a dar permiso para celebrar corridas de toros en la capital hispalense? Al final resultó que lo del aforo del 50% y el tema del metro y medio no eran más que subterfugios para desviar la atención y tener las excusas preparadas de antemano ante la previsible cancelación de la feria. La empresa lanzó un órdago a sabiendas de que, desde el primer momento, no había nadie de la Junta jugando esa partida al otro lado de la mesa.

 

Queda demostrado una vez más que el mundo del toro no tiene interlocutores válidos que hagan valer de forma clara y eficiente los intereses de la Fiesta ante los políticos de turno, que ningunean sistemáticamente al sector taurino sean del color que sean. En democracia tenemos que convivir con partidos políticos abiertamente antitaurinos, por un lado, y por el otro tenemos que aguantar que el resto de los partidos no se atrevan ni siquiera a defender los derechos que tienen los toros como cualquier otro espectáculo.

 

Y aún así, los actuales empresarios taurinos podrían diseñar una feria con unos carteles encabezados por Paco Camino, El Viti y Curro Romero, por ejemplo, que los aficionados correrían igualmente alborozados a comprarse el abono. Pero ¿en qué cabeza cabe que Morante iba a hacer el paseíllo en la Maestranza el domingo de los Miuras? La cabeza del aficionado a los toros está plagada de quimeras, como una posible Feria de San Isidro en Carabanchel. Supone toda esta ilusión de la afición un capital que los empresarios taurinos están dilapidando a manos llenas con la ramplona excusa de que los únicos responsables de la cancelación de los espectáculos son los políticos. En efecto, los políticos son los últimos responsables, pero ¿qué cabe esperar de una clase política que utiliza los toros (como, por otra parte, todo lo demás) a conveniencia? A las empresas que, voluntariamente, se encargan de organizar festejos taurinos, lo mínimo que se les puede pedir es que no utilicen al aficionado como elemento de presión para defender sus (legítimos) intereses frente a unos responsables políticos de los que, a estas alturas, la Fiesta ya no debería esperar nada más que la puntilla.

 

Del interesantísimo Decálogo que nos dejó como legado ético y estético Salvador Sánchez, Frascuelo, cabe rescatar aquí, en estos tiempos de incertidumbre, hastío y congoja pandemista, los «mandamientos» tercero y cuarto. A saber: «Santificar la Fiesta española, entendiéndose que santificarla no es tirar el pego» y «Honrar a la afición que da cuanto se le pide y más de lo que puede». Quizás sea mucho pedir, pero no estaría de más exigir a los taurinos actuales (es decir, a los «profesionales» del sector) que dejen de una vez por todas de tirarse el pego a costa de la ilusión de una afición que, dicho sea de paso, no está para muchos trotes, aunque siempre parece estar dispuesta a dejarse engañar por estos aprendices de brujo que son esos taurinos que sólo piensan en llevárselo crudo y que no tienen ninguna afición a los toros. No vuelvan a fiarse de ellos.