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Faroles

Supongo que pegar un farol de rodillas —y más aún, si es a porta gayola— destila una eléctrica adrenalina que se ha diluido al paso del siglo: al volverse asiduo se vulgarizó y sólo contagia taquicardia a quien nunca lo ha visto. A lo anterior hay que sumar las numerosas ocasiones en que un farol de rodillas concluye con el ejecutante tirado de lado, vergonzosa sombra de los quiebros que logran los quebradores sin capote.

En tiempos sepia los tendidos se paralizaban con los cambios de rodillas, mirando de frente la embestida y apenas aleteando el capote sobre el antebrazo para lograr el sortilegio, pero llegó la modernidad con la confusión etimológica y su respectiva desesperación: en un claro afán por salvar la tarde, presumir de valor tremendista y exagerar el rito hincado frente a toriles, a no pocos toreros les dio por conjugar faroles como si conjugaran la acepción de «fardar». Es un farol el que presume de logros por venir y farolea el lagarto que se pasea por la arena como si el mundo entero le estuviera en deuda; se tira un farol el que carece del recurso de una caricia desmayada en forma de remate y farolea quien intenta agitar capote o muleta como trapo.

Con todo, hay un instante memorable el día en que Manolo Martínez decidió cuajar dos largas afaroladas con el capote, vestido de grana y oro, o el telúrico momento en que Santiago Martín se convirtió en ciprés inamovible en pleno albero de la maestranza y atemperó el decurso de una sinfonía con la muleta, intercalando dos o tres pases afarolados como antesala de sus remates. Hay quien inicia una tanda al filo del tercio con un farol de muleta que la deja trigonométricamente armada para el primer pase de una tanda y hay quien improvisa un farol de rodillas con el capote luego de ejecutar cualesquiera de los variados quites con los que se acostumbra sacar al toro de los caballos; hay quien sueña pegar un farol en la noche y quien no entiende el misterio entre sol y sombra sin irse caminando lentamente a la puerta de toriles, postrarse de hinojos en medio de un silencio de expectación y señalar como última voluntad que le abran las puertas al azar impredecible porque algo tienen de incierto imán los alardes cuando son esporádicos u ocasionales.