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El guardián de la ortodoxia

No ha sido Antoñete un torero de época pese al esfuerzo de las hagiografías. Antoñete ha sido una época del toreo. Y no tanto por la longevidad de su trayectoria, desperdigada en los vaivenes de cincuenta años como los rebrotes de su mechón plateado, sino por la lealtad con que el maestro había custodiado la ortodoxia.

Ya decía Belmonte que se torea como se es. Y que se es como se torea, de forma que Antoñete prefería pasar hambre antes que renegar de la pureza y de la hondura. Tuvo la paciencia de un telonero cuando se imponía la tauromaquia comercial, pero se desquitó con honores senatoriales cuando muchos compañeros de generación ya se habían jubilado.

Fue entonces también, a primeros de los ochenta, cuando Antoñete se convirtió en el timonel de muchos iniciados. Se consagró en el torero de la Movida, en el galán de Charo López, en el santón de la taberna Braulio y en el espejo convexo de una progresía que descubría en Las Ventas no exactamente un torero de los de antes, sino un maestro intemporal.
Antoñete empezaba su carrera cuando tenía que haberla terminado, aunque la obstinación con que se mantuvo en los ruedos y la arbitrariedad de las idas y venidas no respondía a la ventaja pecuniaria ni al oportunismo, sino a la prioridad de conjurar el vacío de una vida acomodada, inaprensible en sus convenciones, desprovista del miedo.

Tanto miedo que Antoñete se sorprendió a sí mismo fumando un cigarrillo en cada mano como presagio de la mayor escandalera venteña que recuerdo haber contemplado nunca. Lo sepultaron con almohadillazos igual que a Curro Romero y a Rafael de Paula, aunque la vehemencia de los espectadores hacia la santísima trinidad alojaba siempre un compromiso indulgente en la conciencia:

«La próxima vez va a venir a verte tu madre. Y yo también, Antonio».

Poco importaban su aspecto abandonado, ni los kilos ni los pulmones renegridos. Antoñete se transformaba en la plaza y se erigía en mediador de la esencialidad: la verónica, la media, el natural, el pase de pecho, la distancia, la dramaturgia, el misterio, la sugestión.

Semejantes verdades conllevaron una extraordinaria influencia en la tauromaquia de finales de siglo. No porque Antoñete mandara ni desempeñara la posición influyente de una primera figura, sino porque aportaba su patrimonio y su ejemplo en el orden doctrinal.

Más que un torero, Antoñete significaba una manera de torear que puso de acuerdo a Ortega Cano en su plenitud, a Julio Robles en su pureza y a Curro Vázquez en su impecable dimensión estética. Ya se ocuparía después César Rincón de restaurar el «antoñetismo» cuando su valedor se había reciclado de comentarista televisivo con la nobleza taciturna de Romerito.

Así se llama el toro bravo que Antoñete convirtió en criatura doméstica en su finca de Navalagamella. Le daba de comer en la mano y se empleaban juntos en conversaciones interminables. No porque Romerito hablara, sino porque, al parecer, escuchaba muy bien.

Habían adquirido el hermano Antonio y el hermano toro una suerte de relación franciscana que sobrepasaba la distancia beligerante del ídolo y el tótem. Porque Antoñete, como Romerito, tenía cara de bueno y lo era, evocando, otra vez, el aforismo de Belmonte.

Rubén Amón es presidente de la Peña Antoñete