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La tauromaquia más allá de los estereotipos

Todavía me acuerdo de los segundos de vergüenza que sentía al ver aflojar, en la cara de algún profesor de castellano en mi colegio de París, o de algún catedrático amigo de la familia en España, una sonrisa benevolente, pero un tanto irónica, cuando confesaba mi pasión por los toros. Otro joven ingenuo —pensarían— que se entusiasma de golpe por la España de pandereta (retratada con humor devastador por Berlanga en su Bienvenido Míster Marshall), confundiéndola con la España real, difícil de conocer por la complejidad de su historia, de su cultura y de su patrimonio. Como algunos de estos señores, curtidos en la universidad, eran más bien progres, se indignaban, por otra parte, de que la corrida se haya prestado tan cómodamente a ser, por obra y gracia de la propaganda franquista, la más llamativa ilustración del famoso lema concebido para la atracción turística: «Spain is different».

Para ser sincero, mi entusiasmo juvenil no me libraba de un ligero malestar cuando oía al toreador Escamillo de Carmen celebrar, en su aria, con ademanes triunfales, La fête du courage (en ese caso la innegable belleza musical se acomoda muy bien con el tópico), pues muy pronto el espectáculo de los toros, más que «la fiesta del valor», me pareció ser la fiesta de la fragilidad, por todo lo que se arriesga ahí, y por todo lo efímero e inacabado que condiciona la eclosión de su belleza. A lo largo de la historia, y aún más en la actualidad, la imagen de la tauromaquia ha sido contaminada —y desfigurada— por una sarta de estereotipos que han impedido buscar la médula de su significado. Las corrientes de opinión y hasta las ideologías se han servido de ella para reforzar su mensaje. La han exaltado como el parangón de los valores eternos de la heroicidad española o, por el contrario, la pasión taurina ha sido pintada como el reflejo de una nación trasnochada y alejada del progreso europeo. Tal controversia ha dado a luz un nuevo estereotipo, que goza de una excelente salud: ser aficionado equivale a ser de derechas, machista y sexista; ser antitaurino equivale a ser iluminado por la razón y todo el buenismo de la izquierda. Bien es verdad que, sobre la base de un tópico decimonónico e interno al mundo de los toros (lo de El Espartero: «¡Más cornás da el hambre!»), se ha forjado la idea de que el principal motivo de la vocación torera es la oportunidad de escapar de la miseria o la estrechez, tópico que, en la temática taurina, estructura obras dignísimas de la literatura (entre otras Sangre y arena, de Blasco Ibáñez) y del cine (El momento de la verdad, de Francesco Rosi), con lo cual el tópico ha cobrado nueva vida.

Actualmente, la ideología del momento se ha dedicado a la sacralización del animal y a su independencia frente a los hombres. Su condena sin paliativos de la Fiesta de los toros ha despertado una nueva generación de calificativos acusatorios. Se habla de un espectáculo de tortura, de la insensibilidad de los espectadores al sufrimiento de seres vivientes, o incluso de su gusto perverso y monomaniaco por la sangre, en una palabra, de su crueldad. Por un contagio extraño entre conceptos, el antiespecismo —pues de él se trata— ha invadido el campo de la ecología, la cual tiene en realidad unos fines opuestos que son la preservación de las especies. Quiere eliminar de un plumazo la raza del toro bravo y el ecosistema de su cría en la dehesa. Frente a tal cantidad de prejuicios, lugares comunes y ataques uno se pregunta cómo esta fiesta ha podido llegar hasta aquí.

Podremos entenderlo en parte si la encontramos, o reencontramos, quitándole la caspa acumulada en su superficie por ideas prêt- à- porter, construidas a base de impresiones sumarísimas, mal digeridas y, por lo tanto, torcidas. ¡Ojo!: la fascinación en bruto es de recibo, y puede ser un inicio muy saludable si choca con la rutina de los modos de vida y del pensamiento. Prueba de ello, el flechazo sentido y expresado por escritores románticos franceses a la salida de su primera corrida: «¡Ninguna tragedia me había interesado hasta tal punto!» (Mérimée); «¡Vaya Usted a hacer dramas después de esto!» (Alejandro Dumas). Aproximadamente cien años más tarde, Albert Camus, apasionado por el teatro, en una carta a su amante, la actriz María Casares —por cierto, ¿estos dos también eran de derechas?)— comenta su entusiasmo al tener la convicción de haber presenciado un espectáculo total en su primera tarde de toros (29 de mayo de 1950): «Creo que he encontrado mi religión. Ésta se celebra ahí, entre el sol y la sangre. Esta lidia, sobre todo en el segundo de su desenlace, le deja a uno abrumado de angustia y de grandeza». Su estado sentimental le lleva enseguida a interpretar ese entusiasmo en clave erótica: «Cuando salí, estaba vacío, un poco como si hubiera hecho el amor seis veces». De forma inequívoca, en su mente se unen el encuentro fascinado con la muerte, el ardor por vivir y la pasión por la mujer amada: «Te llevaré conmigo a ver las próximas muertes en la arena… Cuando el toro entra en el ruedo, con toda su vida y su furor, dicen que está “levantado”. Así me siento yo después de nuestras jornadas en París».

Del mismo modo, cuando en el mismo siglo intelectuales tan diversos en sus planteamientos como Montherlant, Hemingway, Dos Passos, Waldo Frank, hablan con interés o pasión de su contacto con los toros, es porque esta fiesta pone boca abajo los códigos éticos y culturales de la buena sociedad parisina o de la way of life americana, modelos del desarrollo para buena parte del mundo en aquella época; se atreven a pisar el terreno de lo esencial, que la educación «moderna» prohíbe poner en primer plano: la ronda existencial de la vida y de la muerte, exhibida y a la vez sublimada por el trazo coreográfico del toreo.

Aquí se vislumbra la relación excepcional que la corrida entretiene con el teatro, aunque sólo sea en eso: es al mismo tiempo realidad y representación. Dicen que Juan Pastor, El Barbero, recordó esa obviedad a un famoso actor que le increpaba desde el tendido por su falta de valor: «Señor, aquí no se muere de mentirijillas como en el teatro». Desde luego, muere de verdad el toro y también le puede ocurrir lo mismo al torero, pero no sólo eso; al final mueren todos los estallidos de belleza que «se aposentan un momento en el aire, y luego desaparecen» (palabras del maestro Pepe Luis). Entonces, un sinfín de gestos y de rituales —tanto dentro como en los márgenes de la lidia— subrayan esa metáfora que es al mismo tiempo todo un hecho. El torero, representando al destino humano, que al término de la faena vence a la muerte vestida de toro, en realidad sólo la aplaza con los innumerables signos invocatorios de ese gran teatro del ruedo. El toro, por su parte, es la otra imagen de nuestro destino mortal. Así lo entendió Montherlant al indicar que la mayoría de sus piezas, con su fatal desenlace para el personaje principal, se aparentan a una tauromaquia.

Recientemente, cuando en una mesa redonda en el Centro Pompidou de París, la actriz y escenógrafa catalana Angélica Liddell presentó su obra Liebestod – El olor a sangre no se me quita de los ojos, inspirada por la figura de Belmonte, desafiando a lo políticamente correcto, explicó que le interesaba el espectáculo de los toros por lo que tiene de inmoral. Refrendaba así la tesis expuesta por Bergamín en su Arte de birlibirloque, resumible en su tajante afirmación: «Sólo lo inmoral educa». Lo «inmoral», aquí, no significa la falta de ética, sino todo lo contrario; significa que el torero —hombre y artista— debe asumir la exigencia de inventar su compromiso personal y gratuito, con el peligro que eso implica frente a la muerte, dejando de lado los códigos externos de comportamiento y creación. Para el surrealista y antropólogo Michel Leiris, el Espejo de la tauromaquia revela el mismo camino exclusivo de la estética fuera de las fronteras habituales. Este arte, tan humano, abarca, en su desarrollo, la búsqueda de la línea perfecta y la inclusión deliberada de lo imperfecto por la obligada desviación al último momento, que permite subrayar y evitar, rozándola, la catástrofe inminente. La corrida, como el amor —escribirá Leiris—, infunde un sentimiento de plenitud en lo que tiene de deficiente.

Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, pensadores emblemáticos de la gauche divine, fueron durante un tiempo aficionados empedernidos y recorrieron España en los años treinta para seguir la temporada taurina. En una conversación en 1955 con el director de la revista Les Temps Modernes, el filósofo recordaba ese interés por la corrida y concluía: «Hay que pensar sobre ella y tratar de encontrar su significado». Era una manera de invitarnos a dejar los estereotipos. La pandereta no es inherente a la tauromaquia, sino a la visión superficial que sobre ella tienen muchos (y muchas) que se toman por cultos (y cultas).

François Zumbiehl es escritor y antropólogo