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No perder los ojos

La tauromaquia es profusa en aforismos. De la corrida nos vienen dichos incontables, profericiones percutantes capaces de resumir, como un trincherazo, en un aletazo de voz, situaciones muy complejas. Los ejemplos abundan: de los que «escurren el bulto» y «toman el olivo», «pinchando en hueso» o «haciendo faroles», por ejemplo, pareciera estar henchido el casting del actual liderazgo político.
Otros dichos son más herméticos, y algunos poseen envidiables resonancias poéticas.
Del dificilísimo arte marcial hispano que es, a mi juicio, con toda su pompa y fauna, la corrida de toros, ese aprender a estarse quieto en el ojo de una tormenta animal, ese solo moverse lo estrictamente necesario y llegar a hacer adornos mientras se lidia un animal feroz hasta que descubra la muerte —envidia de verso— siempre me ha intrigado un tópico que suelo escuchar de voces autorizadas y experientes: «perderle los ojos al toro».
En ese dicho se revela, súbita, toda la compleja ecuación escópica del toreo. Hay que estarse quieto en el ojo del temporal de la bravura, sin perderle el ojo. Ojo a ojo y no, por cierto, como en la fábula bíblica, ojo por ojo.
En otras palabras, y en una variación apenas diferente, «perderle la cara al toro» conlleva grandes peligros para el torero.
Dos escenas diferentes me evocan estas reflexiones:
En las pinturas del sepulcro de los toros de Tarquinia, Aquiles figura detrás de un parapeto sólido, más alto que su propia estatura, mientras espera la llegada de Troilo (hijo de Príamo o de Apolo), quien se acerca a caballo ignorando la emboscada donde perderá su vida.
Pascal Quignard ha ofrecido de esta escena un comentario conmovedor, de inmenso alcance. Dice: la emboscada es un momento escópico por excelencia. El cazador, quien embosca y espera, no se deja ver mientras contempla la llegada de su presa. Al emboscar se guarda para sí el privilegio de ver primero y en ese encuentro —aprovechando la inadvertencia de su víctima— al mirar, mata. Instante (in)augural de la predación —lo llama Quignard— recordando que el que augura también espera a que pasen las aves atravesando en su vuelo el templum del cielo para interpretar los auspicios.
La otra escena es más frecuente para los aficionados a los toros: opuesta a la del guerrero Aquiles, tapado, emboscando al efebo Troilo, es aquélla en la que el torilero —el único que, como bien recordaban Bergamín, puede dar un paso atrás en la corrida—, esperando la señal que le indique el momento de liberar el paso del toro hacia el ruedo, sale del burladero arrastrando el capote como una estela melancólica del valor y se dirige hacia la puerta de toriles, arrodillándose frente a la ola bicroma de su capa por delante, para allí, de hinojos, recibir el toro «a porta gayola».
Algunos toreros se esconden tras la esclavina del capote, apoyados contra el burladero, o hunden su mirada en el hoyo de la montera para no ver al toro en el instante en que atraviesa la puerta de toriles. Pero conviene recordar que ese gesto —acto
de superstición que evitaría una mirada inicial a los ojos del toro— contradice el imperativo técnico que conlleva el tópico de «no perderle la cara al toro». Curiosa forma, pues, de iniciar la lidia esta breve cancelación de la mirada para luego entregarse al fragor de un encuentro con el animal, ojo con ojo. La más hermosa y conmovedora que he visto, cuando tomaba su alternativa en Vic-Fezensac el joven matador venezolano
Manolo Vanegas, pareció adormitarse brevemente, su mejilla reposando sobre el borde del burladero, en ese preciso instante.
Escóndase el rostro en el fondo oscuro de la montera, o detrás de la esclavina, duérmase un segundo mientras sale el toro, o váyase hasta su gayola a recibirlo sin preámbulos, lo primero que acontece en la lidia, para la lidia, es la visión. El matador debe saber ver al toro, el cual sólo embiste porque mira el leve movimiento, el toque, el cite, aunque no llegue a ver nunca los ojos del torero. Acaso sólo cuando, descubriendo su muerte, por azar, se encuentre ya en su cuerpo al embestir hacia el relámpago del brazo que lo mata.
Los aficionados ortodoxos suelen decir, no sin razón, que recibir el toro a porta gayola no tiene ninguna incidencia favorable sobre la lidia. Es en efecto, un recurso de valentía ostentosa, cuando no un gesto —gratuito como tal, puramente suplementario— con el cual el matador exorciza su miedo, exponiéndose. Todo ello es verdad, pero también lo es que recibiendo el toro a porta gayola el torero (in)augura la lidia definiéndola como un ritual escópico. Se trata de mirarse el animal y el hombre mutuamente, y de no perder este último el ojo de la bestia.
Siempre me ha impactado una frase de Belmonte en su memorial con Chaves Nogales: dice El Pasmo que los humanos nos reducimos en dos categorías solamente, pastores o cazadores. Y añade que los toreros son de la estirpe de los pastores. Un observador ingenuo pensaría que, por ser matadores, los toreros encarnan una forma de la cinegética. Pero todo el ritual de la corrida desmonta esta falsa idea. Para ser cazador, como el animal predador, hay que esconderse. Es Aquiles tras su parapeto mientras Troilo llega a la emboscada. Es la espera en vigilia sobre la presa. Pero apenas sale el toro, cualquiera que haya sido el ardid o la escaramuza, sucede allí un desengaño y el torero se descubre: hay que enseñarse y verse, no perdiéndole la cara al toro para salir indemne.
Lo que, en última instancia, revela el gesto de recibir a porta gayola es una suerte de inversión de roles por medio de la cual el toro, animal gregario, se transforma súbito en predador de aquél que lo esperaba para desengañarlo. Esta dispositio de los términos de la corrida, este exponerse el toro y el torero, esta faz a faz escópica del animal y el hombre (o la mujer torera) indica, si algo, que la relación de predación se ha suspendido.
Piénsese entonces en el toreo y en la lidia —en su sintaxis de tercios, en la progresiva ejecución de las suertes, en la composición de las figuras— como en un «pastoreo». Se trata de hacer venir, de llevar, de conducir el animal; se trata de irse aproximando hasta que la muerte se descubra inevitable, o se imponga el retorno del toro a la dehesa por la vía del indulto que pasa como un puente por encima de la muerte.
La dimensión pastoral del toreo es un aspecto fundamental de la tauromaquia, especialmente para comprender su identidad ecológica. Quizás se pudiese esbozar una teoría histórica del toreo según la cual el hombre, cazador por necesidad, aprende en la lidia, corriendo el riesgo de dejarse ver, su último destino de pastor con los brazos y los paños en sus vuelos, engaños de un desengaño que exige, para poder llevar de nuevo alma en el hierro de la espada, no perderle nunca al animal los ojos.

Luis Pérez-Oramas es escritor y curator de arte latinoamericano