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Paquiro

Tauromaquias para el siglo XXl

 

Paquiro

 

En su artículo «¿Quién es el público y dónde se le encuentra?», publicado en el número 1 de El Pobrecito Hablador (agosto de 1832), Larra se refiere a unos concretos aficionados: «En esta mesa cuatro militares disputan, como si pelearan, acerca del mérito de Montes y de León, del volapié y del pasatoro; ninguno sabe de tauromaquia; sin embargo, se van a matar, se desafían, se matan en efecto por defender su opinión, que en rigor no lo es». Además de anotar esa tercera forma de ejecutar la suerte suprema, definida por vez primera en el suplemento al tomo II del Diccionario enciclopédico de la lengua española (1855) de Gaspar y Roig como «la estocada que se da al toro al pasar, no al volapié, ni recibiendo», ponemos nuestra atención en ese «Montes».

Es Francisco Montes Paquiro (1805–1851), quien en 1836, cuarenta años después de que en 1796 viera la luz en Cádiz la Tauromaquia o arte de torear de Pepe-Hillo, publicó su Tauromaquia completa, o sea el arte de torear en plaza tanto a pie como a caballo, un texto que, según Cabrera Bonet, «viene a poner un punto y aparte en el arte de torear, y que no será superada en calidad, anticipación o detalles técnicos, sino hasta las postrimerías del mismo siglo XIX»; es decir, hasta la publicación en 1896 de La tauromaquia de Guerrita, escrita por Leopoldo Vázquez, Luis Bandullo y Leopoldo López de Saá e inspirada en los conocimientos y teorías taurómacas del maestro cordobés.

La Tauromaquia completa de Montes vio la luz en la madrileña imprenta de José María Repullés. En 1842, Santos López Pelegrín Abenamar la copió íntegra en su libro Filosofía de los toros; de ahí que, en ocasiones, Abenamar haya sido considerado su autor. Sin embargo, investigadores como Ruiz Morales y Boto Arnau han llegado a la conclusión de que fue el médico militar y dramaturgo Manuel Rancés Hidalgo quien redactó el texto. Ruiz Morales ha cuantificado la intervención de López Pelegrín en la obra: no fue sólo el editor de la Tauromaquia, sino también el coordinador del texto dictado por Paquiro y escrito por Rancés y, por último, el autor del prólogo y de la tercera parte del libro.

En efecto, la Tauromaquia completa se compone —además del introito y de un «Discurso histórico-apologético de las fiestas de toros»— de tres partes: el «Arte de torear a pie», el «Arte de torear a caballo» y la «Reforma del espectáculo». En las dos primeras, Paquiro realiza una destallada descripción de las suertes conocidas en su tiempo; además, legisla los tres tercios de la lidia y censura actitudes y costumbres (en picadores y banderilleros).

En la obra, Paquiro normaliza la Fiesta y generaliza unas normas, excluyendo las peculiaridades y las originalidades espontáneas. A partir de él «sólo se admiten las interpretaciones personales, pero dentro del código establecido», ha concluido González Troyano en el prólogo a su edición de la obra. Con Paquiro la lidia se ordena y se reglamenta. «Con Paquiro —escribió Néstor Luján en su Historia del toreo— empieza para el toreo el siglo XIX. Hasta entonces han privado las maneras del siglo XVIII, se han sostenido la magna luz de los Romero y luego los grandes sevillanos. Con Francisco Montes entra otro acento personal en la fiesta, otra sustancia más particular […]. Fue un torero de unas condiciones como no habrá tenido ningún otro. No sólo porque su osadía felina iba unida a una agilidad maravillosa y un golpe de vista muy certero, sino por el orden que puso en la lidia, porque supo calcular con serenidad pasmosa hasta qué punto podían responder sus músculos a sus movimientos en la plaza, y así envolvió a los toros con una táctica sutilísima, audaz, paciente como la de un gran tigre: muy sereno, con una fuerza asombrosa, con invencible violencia y tranquilidad dio arquitectura a sus bregas, que respondieron siempre a un sentido incomparable de la brillantez y de la eficacia. […] Montes creó una escuela especialísima. Fue muy hábil en dar brillantez y vistosidad a sus menores hazañas. Sus grandes alardes adquirían una plasticidad, un relieve chisporroteante, encendido y soberbio».

En los textos tanto de Hillo como de Paquiro, se preconiza un toreo contrario al de Pedro Romero. Paquiro «estableció los cánones y suertes de la corrida, bajo parámetros racionalizadores, explicativos, superando al esfuerzo, algo tosco, de Pepe-Hillo cuarenta años antes», ha precisado González Alcázar en un estudio sobre Ortega y Gasset y la tauromaquia en la Revista de Estudios Orteguianos (2008). La importancia de este torero legislador es tal que Ortega pensaba titular como Paquiro o de las corridas de toros una obra suya sobre tauromaquia que dejó inconclusa.

Durante la primera mitad del siglo XIX, Paquiro, un torero largo y poderoso de gran variedad que fallaba matando, trató de aunar las dos escuelas que Blasco Ibáñez distingue en Sangre y arena (1908): por un lado, «los campeones macizos de la escuela rondeña, con su toreo reposado y correcto» y, por otro, «los maestros ágiles y alegres de la escuela sevillana, con sus juegos y movilidades que arrebataban al público». Efectivamente, y como escribió Cossío, en Paquiro confluyen «las enseñanzas de la escuela rondeña, procedentes de su más puro representante [Pedro Romero, su maestro en la Escuela de Tauromaquia de Sevilla], pero en desacuerdo con las especiales posibilidades de sus espléndidas facultades físicas, con los recursos y táctica que en su estilo ecléctico había incluido su insigne paisano Jerónimo José Cándido. Este eclecticismo le representa aún mejor Francisco Montes, y él es la figura inicial de esa cadena de toreros que llamamos generales o largos y en la que son eslabones fundamentales Chiclanero, Lagartijo, Guerrita y Joselito el Gallo».

Tras la muerte de Paquiro, y aun manteniendo la fusión al volapié en la suerte suprema que otorgó cierta victoria a las pautas sevillanas, volvieron, sin embargo, a subrayarse las diferencias, asentadas ahora más en otros factores escenificados en el trasteo de muleta, que pasó de ser un medio para preparar específica y diferenciadamente la muerte del toro, a constituirse de modo progresivo en un fin en sí mismo.

«¿Qué es lo que Paquiro quería decir en su Tauromaquia y en el ruedo, en las tardes en que parecía que se tropezaba con el toro?», se preguntaba Juan Posada en su De Paquiro a Paula, en el rincón del sur (1987). Y responde el mismo autor: «Ni más ni menos, marcaba el camino del toreo actual, el más perfecto de todos los tiempos, que se basa en dominar al toro (al margen de cargar la suerte, templar y mandar), al colocarse en la perpendicular del mismísimo hoyo de las agujas –eje de la suerte–, centro de gravedad del toro y su mitad exacta».

 

Jaime Olmedo Ramos es filólogo. Real Academia de la Historia y Universidad Complutense de Madrid