m
Post Recientes

La roca y el rey (Roca Rey)

No estaba claro dónde empezaba la sangre del toro y terminaba la del torero aquella tarde del 25 de agosto en Bilbao. Sobrevino una confusión eucarística a cuenta de una voltereta espeluznante que condujo a Roca Rey a la enfermería, aunque el superhéroe peruano no aceptó ponerse en manos de los médicos hasta que liquidó por derecho al ejemplar de Victoriano del Río. La conmoción en los tendidos pudo liberarse entre los clamores y los pañuelos. Un exorcismo colectivo que reconocía el arrimón de Roca Rey, la fertilidad de su testosterona y las razones por las que lleva más gente que nadie a las plazas. Valor y personalidad. Entrega y responsabilidad. Y maneras de torero de época. De otro modo, no tendría sentido referirse a la tarde Bilbao como el punto de inflexión de la década. Histórica.

El adjetivo ha perdido enjundia de tanto manosearse gratuitamente, pero es la única manera de delimitar la dimensión del 25A en la plaza de Vistalegre. Una proeza no ya por los méritos técnicos y artísticos, sino por el estado de sugestión que se vivió en Bilbao. La repercusión lúdica de las faenas de Roca equivalía a la angustia y a la pasión. Hubo pasajes de terror, de miedo extremo. Y no porque al Rey de Perú le molestaran las heridas encubiertas o explícitas, sino porque decidió salir al ruedo para lidiar al sexto contra la decisión de los facultativos y la estupefacción de su apoderado. Se hizo esperar unos minutos el regreso de Roca. Y se le recibió jaleando su apellido, quizá para «encubrir» la congoja que producía observarlo tan vulnerable y herido. Y no es que se le vieran las heridas del costado, del brazo y la rodilla derechos, de la muñeca y el pie izquierdos, pero resultaban inequívocos los moratones de la frente y del pómulo. Porque el primer toro de su lote lo había pisoteado y triturado con la ferocidad de un depredador.

No quiso el miserable presidente premiar la faena con dos orejas. Y no tuvo más remedio que concedérselas después de la actuación ante el sexto, cuya trama accidentada se desenvolvía con los sobresaltos de una película de terror. Roca no podía apenas caminar. Se ofrecía vulnerable al ejemplar de Victoriano del Río. Y terminó zarandeado de nuevo como un pelele, aunque la voltereta tampoco le disuadió de rematar la faena. De hecho, cuajó entonces los muletazos de mayor temple y empaque. Acojonante.

El delirio de los tendidos explica que los espectadores se quedaran de pie. Que lloraran o miraran para otro sitio. Y que empujaran mentalmente la espada para que Roca Rey tuviera la merecida recompensa al martirio.

No hubo Puerta Grande porque el maestro peruano regresó a la enfermería. Quizá comprobaron entonces los médicos que tenían delante una criatura sobrehumana, un alien. La tarde épica-histórica de Bilbao implica que Roca Rey ha sobrepasado un nuevo umbral de su brutal trayectoria.

Nadie lleva más público que Roca, decíamos. Y nadie ha logrado más que Roca la conexión generacional con el público joven. En tiempos de tantos héroes falaces e impostores, resulta gratificante encontrarse con uno de verdad. De los que comen alambre de espino y mean napalm, como proclama Clint Eastwood en aquel pasaje de El sargento de hierro. Y de los que podrían transformar su apellido en el apodo de Balboa: Rocky Rey.

Andrés el andino ha devuelto a la tauromaquia su prestigio y hasta su proyección social. Es un fenómeno de masas el maestro peruano. Y se ha convertido en la referencia generacional que explica la presencia de tantos espectadores jóvenes en los tendidos.

Necesitaban los toros un mesías. Un sucesor de José Tomás en la acepción más elevada. Un caballero de capa y espada entre tantos arlequines de hojalata. Y nos convenían incluso sus orígenes americanos, para no dejarse utilizar por los partidos patrioteros de Celtiberia y para sobreponernos al acoso con que los líderes populistas de ultramar —de López Obrador a Petro— han convertido la tauromaquia en una estúpida campaña contra el colonialismo español.

Estaba escrito para quien supiera leerlo. Está escrito para quien se niega a aceptarlo. Un torero arrogante, poderoso, comprometido, cuyos apellidos definen a la perfección la solidez de su tauromaquia y la ambición de su hegemonía. La roca y el rey. Roca Rey.

 

 

Rubén Amón es presidente de la Peña Antoñete