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Morante de la Puebla, Premio Minotauro al torero del año 2022

Una vez escribí que Morante de la Puebla nos había salvado de los toreros monstruosos, los torerazos del copón, los toreros productivos, los toreros regulares, absortos en los trofeos y en las puertas grandes, de los toreros, en fin, que fichan en las plazas de toros, hacen su función y salen, dos horas después, con una espuerta rebosante de orejas, de números, de hits, de primeros puestos, como si cargaran, igual que Obélix, los toros que han matado para depositar sus cadáveres en el altar de lo evidente.

En la temporada 2022, Morante abandonó cualquier tipo de sutileza y entró en el peligrosísimo territorio de quienes se toman en serio. De repente, dejó de ser un diletante de su propio talento. Fue un intruso en el terreno conquistado por quienes torean para ser olvidados. Sólo la consecución de récords mantiene indeleble la presencia de estos matadores «obvios» a lo largo de los años. La sustitución del molinete por el martinete, todas esas conversaciones que hablan de «empujar las embestidas» y «tocar las teclas del toro», las zancadas durante el paseíllo, ese modo tan hortera de estar en el ruedo, los muletazos trazados con la misma pasión que la división fronteriza de los Estados Unidos… Todo eso formaba parte de la experiencia globetrotter del toreo. Morante se mantenía justo al otro lado, sin molestar a los presuntos mejores matadores, aquéllos destinados a encabezar el escalafón año tras año. Cumplía su parte del pacto que había trascendido a varias generaciones de toreros. Las cien tardes de la temporada de Morante han roto ese pacto. Desmontan el relato construido durante décadas. Echan abajo la división de la tauromaquia en dos orillas y hacen de los valientes, de los poderosos (con tan buena prensa entre los aficionados a auditar escrupulosamente el escalafón) profesionales descarados con poco que decir. Morante ha acabado con la dualidad que regía la tauromaquia, poniendo en un brete a todos aquéllos que apostaron sus carreras a la producción industrial de muletazos en masa. A ver quién vuelve a torear tantos toros tan bien como lo ha hecho el de La Puebla en el 2022.

Recuerdo que, hace un par de años, este mismo periódico en el que echo de vez en cuando estas cartas, promovió, entre una selección de aficionados, una encuesta sobre los veinticinco mejores matadores del siglo. Entre las personalidades consultadas todavía quedaban algunos hombres y algunas mujeres imantados, por ejemplo, por el poder propagandístico de José Tomás, por la estética paleta de Joselito, por la intelectualidad de Luis Francisco Esplá o por la presencia literaturalizada de Juan Belmonte, quedando así reflejado en el resultado final de la lista. Mientras tanto, Morante, el clásico de nuestra época, ocupaba posiciones muy bajas: una sonrojante decimotercera posición. Era, sin más rodeos, una lista vergonzosa (aparecía Fran Rivera y no el Juli). Entre peñistas debemos decirnos las cosas.

Confieso por mi parte que contribuí a la vergüenza al incorporar a la vacante del número 25 al maestro Antonio Ordóñez, del que Morante ha tratado su referencia con devoción a lo largo del centenar de tardes. Entonces era yo un adolescente que vivía de deshacer malentendidos y consideraba una equivocación la posición que ocupaba Ordóñez en el imaginario colectivo de los profesionales. En la cruzada contra los mitos a veces se yerra. Para compensar, empoderé la famosa lista, que ruló por los grupos de WhatsApp entre la reacción airada de algunos aficionados y una producción inusual de stickers, situando a Morante de la Puebla en el primer puesto. La perspectiva es injustísima: Morante es un torero que no merece pasar a la historia dentro de veinte años.

Supongo que Morante era el torero de Vox. También el torero que se disfrazó de lince en Huelva para hablar de la tauromaquia a los niños; el torero que cogió la manguera en la plaza de toros de Alicante; el que lanzó las gafas a un presidente que le negó un triunfo; el torero obsesionado con aplanar el ruedo de la plaza de toros de Las Ventas. O el torero encarado con la leyenda de Curro Romero. Luego corría el rumor de que era un torero que no quería torear. Los más simples abordaban así la compleja secuencia del artista.

El traje de luces es un escaparate de fragilidades, el cristal del bis a bis con la afición, y durante años Morante, en unplugged, no ha toreado para todos los públicos. El triunfo de Pablo Aguado en la Feria de Abril del 2019 cambió el destino del torero. Del primer al cuarto toro de aquella tarde adoptó su evolución definitiva. Durante mucho tiempo, Morante consideró a salvo su posición en Sevilla. Manzanares era el consentido y el Juli un eficaz constructor de tardes memorables. El hallazgo de Juan Ortega terminó acoplando la regularidad a lo sublime, una carga de dinamita colocada en otro de los eficaces lugares comunes que dan vidilla al toreo.

La faena a Ballestero, el toro de Garcigrande, en La Maestranza echó por tierra la necesidad de ponerse feo para cuajar embestidas exigentes. «No es un torero fácil de llevar. Es un torero frágil», me decía Pedro, su confidente y apoderado, la noche de la Goyesca de Ronda. Lo decía en referencia a algunos problemas psiquiátricos que lastraron su proyección en los primeros años de alternativa. La mejor terapia ha sido «tirar del carro», una expresión adosada a los Nadales de turno que necesitan de todo el esfuerzo que son capaces de reunir para extraer un gramo de éxito. Morante ha repoblado la tauromaquia en 2022. Les aseguro, y pueden confiar en mí, que es el mejor torero que hemos visto. Por ahora.

 

Juan Diego Madueño es periodista