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Paisaje después de la batalla

Al final, la «batalla de Francia» por los toros, anunciada para el 24 de noviembre, no se libró a campo abierto, es decir en la Asamblea nacional, pues el enemigo en este caso —el diputado animalista de la izquierda radical, Aymeric Caron—, al comprobar que no iba a lograr una mayoría de diputados para conseguir la prohibición de la corrida en todo el territorio francés, decidió retirar su propuesta antes de que la deliberación y consiguiente votación se produjeran. En términos militares, para unos esto se llama una retirada en orden y, para otros, una derrota, o una caída en el ridículo.

Caron pecó de ingenuo y soberbio. Se imaginó que su propuesta de prohibición —él incluso empleó el término de «abolición» para tildarse de progresista— iba a ser una caminata fácil por el hecho de que en Francia la tauromaquia sólo está permitida y vigente como «tradición ininterrumpida» en las tierras del sur, siendo la afición una clara minoría en el país, y también por el aplastante sentimiento buenista hacia los animales, considerados casi todos bajo el prisma del mascotismo. No se percató el diputado animalista Caron de que existen 56 ciudades taurinas abanderadas por la UVTF, con alcaldes muy movilizados para la organización de los festejos y la defensa de una tradición que tiene una indiscutible aportación económica y cultural; de que existen un Observatorio Nacional de las Culturas Taurinas, que agrupa al conjunto de los profesionales y de las asociaciones de aficionados (logró en 2011 la inscripción de «la corrida» en el inventario francés del Patrimonio Cultural Inmaterial), y una afición militante, curtida desde hace varios siglos, y en particular desde los dos últimos, en la defensa del «espíritu del sur» y de sus valores —que incluyen desde luego a los toros— contra el centralismo político y cultural del norte.

Estas dos entidades, llevando en filas a los aficionados, supieron conectar con los diputados de las regiones meridionales, de todo el espectro político. En Francia tenemos la suerte de escapar al síndrome español de la polaridad en relación con los toros; una polaridad que coloca a los aficionados en el bando de los retrógrados y a los antitaurinos en el de los progres. Con la ayuda de estos diputados y de los presidentes de las tres regiones autonómicas del Midi (dos son socialistas y uno es de derechas) se pudo alertar tanto al conjunto de diputados como al propio presidente de la República. Apoyaron su reivindicación con sendos manifiestos de diferentes tamaños y enfoques, con concentraciones en el mismo día de miles de aficionados en doce ciudades taurinas, encabezadas por alcaldes y diputados revestidos de la bufanda tricolor, con cartas firmadas por eminentes artistas y escritores, y dando la cara en los debates mediáticos, en los que participaron, como novedad, jóvenes toreros galos como Juan Leal y el Rafi.

En primer lugar, la batalla se libraba en el campo político. Por ello, las primeras banderas enarboladas fueron la de la libertad cultural contra cualquier censura impuesta desde el exterior —ya sea la de una autoridad estatal o la de una supuesta mayoría de opinión— y la del respeto a la diversidad de las prácticas culturales (y a las sensibilidades que conllevan), siempre y cuando estas prácticas no se opongan a los principios universales de los derechos humanos. Fue fácil demostrar que estas exigencias legítimas están claramente garantizadas por los tratados europeos, las convenciones de la Unesco y la propia constitución de la República francesa. En la defensa de la tauromaquia —riqueza constitutiva de los territorios del sur en cuanto a cultura, ecología y economía, así como en cuanto a la convivencia entre el mundo urbano y el mundo rural—, los diputados de estas regiones convencieron a sus otros colegas de que, después de eliminar los toros, el animalismo radical iría en contra del conjunto de las tradiciones que implican relaciones con animales en toda la geografía nacional: caza, pesca, equitación… Al fin y al cabo, ese fundamentalismo, introducido por la propuesta prohibicionista de Caron en contra de la corrida, pretende sacudir las bases de nuestra civilización y romper con los principios milenarios del humanismo. Esta sí sería la última batalla… y el final del mundo tal y como lo entendemos.

La afición francesa ha ganado (de momento) la batalla política, utilizando como una fuerza el hecho de ser minoría y de defenderse como tal, pero el fondo de la controversia no está zanjado. Todavía corre por los mentideros de las redes sociales y de los medios de opinión este juicio en forma de dogma inapelable: «La corrida es una tradición bárbara e inmoral, y hasta franquista —añaden algunos—, pues sólo se explica por el placer que sienten unos cuantos en ver sufrir y sangrar a un animal». Así de escueta y tajante fue dicha «explicación» en la boca del filósofo de moda, Michel Onfray. Resume el sentir no sólo de los antitaurinos, sino también de los que, por ignorancia, se atienen a este cliché. Conviene enfrentarse a él en corto y por derecho, asumiendo el debate sobre el bienestar animal en relación con la lidia y estudiando posibilidades de evolución —sin sacrificar lo fundamental (para mí, la muerte del toro en la plaza por estocada)— de fases bochornosas (para mí, la agonía prolongada e innecesaria del toro por los fallos del descabello y, sobre todo, de la puntilla). Sobre este punto la investigación y los experimentos de los veterinarios deberían ser tomados en cuenta por los profesionales y las entidades que representan a los aficionados.

Conviene también explicar que una tarde de toros es mucho más que un espectáculo; es una ceremonia en la cual el aficionado no es un voyeur, sino parte del coro que engrandece el acontecimiento con el eco de sus valoraciones y de sus emociones, con el peso peculiar que da en cada momento a sus olés; y que, al fin y al cabo, la corrida es una celebración de esta convivencia permanente entre la vida y la muerte —convivencia que llevamos en nuestra conciencia de humanos, lo que nos diferencia de los animales— sublimada por el valor y por el arte; un arte cuyo meollo es precisamente la lucha, por medio del temple, contra el tiempo y la desaparición ineluctable. Por eso Lorca dijo con razón que «los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo», por ser la que más refleja nuestra humanidad. A ver si sabemos explicarlo, y lograr que nos escuchen.

 

 

François Zumbiehl  es escritor y antropólogo