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El público

VARIOPINTO Y MULTICOLOR es el público de los toros. Y, aunque cada espectador es un mundo, con sus propios matices y su peculiar modo de ver y sentir el espectáculo, al fi nal resulta que cada plaza acaba por tener su personalidad propia y bien defi nida. Por eso no es lo mismo ver toros en cualquier plaza. Hay algunas, la mayoría, donde la Fiesta se vive como fi esta, ya sea al estilo de la ruidosa y torista Pamplona o al de la amable y torerista Malagueta. En otras, por el contrario, caso de Sevilla, la corrida se convierte en una especie de ceremonia religiosa y el torero se transfi gura en sacerdote de un rito que se nos antoja ancestral. Finalmente, en algunas pocas como Madrid, el toreo se vive como un examen y el público se transforma en riguroso y arisco tribunal de oposiciones.

Variopinto y multicolor es, pues, el público de los toros. Y, además, culto. Lo dijo Federico García Lorca en su conferencia neoyorquina (“Los toros son la fi esta más culta que hay en el mundo”) y abundaba en ello, Antonio Lorca en El País al hilo de la publicación de una reciente encuesta (“Los afi cionados a los toros [son] los españoles con más inquietud cultural”). Pero no hay luces sin sombras. Y el público –culto– de los toros ha tenido, al igual que muchos toreros, sus malas tardes. Tardes negras o negrísimas. Tardes de broncas.

Una de las broncas más épica y más sonadas tuvo lugar en Barcelona el día de San Jaime de 1835. Toreaban Manuel Romero y Rafael Pérez de Guzmán, aquel “caballero famoso” al que representó en la pantalla Alfredo Mayo. Los toros salieron no mansos, como suele ser lo normal la mayoría de las tardes, sino mansísimos. Tanto que los espectadores indignados se lanzaron en masa al ruedo durante la lidia del último astado, al que mataron a garrotazos. Luego destrozaron la plaza y, fuera de ella, siguieron los destrozos con la quema de los conventos de la ciudad. Lo refl ejó el cantar popular: “Van a sortir sis toros/Tots sis van ser dolents/Y aixó va ser la causa/de cremar els convents”.

También salieron malos los Santa Coloma en Bilbao, el 20 de agosto de 1924. Toros de media casta, de media arrancada, de deslucida lidia. De los que no aparentan el peligro que traen. Toreaban Maera, Lalanda y el Algabeño. Desde el primero de la tarde la cosa fue de mal en peor y en el quinto, cuando Marcial volvía a la barrera después de mechar a su toro, los espectadores le tiraron de todo. Desde almohadillas a botellas y monedas de “perra chica”. Ante el cariz que tomaba aquello, su peón Rosalito cogió un estoque y se encaró con el público. Allí fue Troya. Peón y matador tuvieron que subir al palco a dar explicaciones a la presidencia. Veinte minutos después se abría la puerta de toriles, pero en lugar del sexto toro, salía Rosalito escoltado por dos guardias. A Marcial, bisoño, el presidente le convenció para que se arrodillará en el ruedo y pidiera perdón al respetable. Una almohadilla le dio en la cara. Se levantó demudado, pero siguió la corrida. Fue la bronca más enorme que se recuerda en Bilbao.

Para broncas absurdas, la denominada “bronca del 2” que tuvo lugar en Madrid el 31 de mayo de 1881 con motivo del centenario de Góngora. Se lidiaban tres toros de rejones y seis toros colmenareños de Aleas para seis toreros (Lagartijo, Currito, Jose Machío, Cara-ancha, Paco Frascuelo, hermano de Salvador, y Fernando, el padre de los Gallos). Toreando Caraancha al cuarto toro, a un espectador, “cojo y mal encarado” según las reseñas, le dieron un sonoro bofetón. El cojo devolvió el golpe y, con su muleta, asestó a su agresor un tremendo trancazo. Y a partir de ahí, todos los espectadores de ese tendido, primero los más cercanos a la trifulca y luego los demás, se enzarzaron en una tremenda batalla campal. Hubo que despejar y acordonar la zona. Nunca se supo ni porqué comenzó la gresca ni tampoco el motivo por el que el resto de la plaza participó en la algarada.

Frente a esos altercados “espontáneos”, existen también las broncas “prefabricadas”, como aquella de los “pitos p’al Guerra” que se vendían en la puerta de la plaza vieja de Madrid, la que estaba donde hoy está el Palacio de los Deportes, en día que toreaba el torero de Córdoba. Tanto le insistieron al Guerra, tanto le pitaron, que al final consiguieron que se fuera (“Yo no me voy, me echan”, dijo al retirarse).

También echaron –o quisieron echar– a Joselito el Gallo, un día de San Isidro de 1920. Como contaba Belmonte en el insuperable libro de Chaves Nogales, el público de Madrid los recibió de uñas, supuestamente por el alto precio de las entradas. En realidad, como decía Juan porque a ninguno de los dos los mataba un toro. Como los murubes, blandos de pezuña, se cayeron, vino la consabida bronca contra las dos fi guras y, sobre todo, contra José, que era el verdadero mandón del toreo entonces y quien hacía y deshacía en el toreo (“¡Lo que tú digas estará bien, José!”, le decía siempre Juan en todas las tesituras). Y Joselito, quizás por aliviarse del encrespado público madrileño, se marchó al día siguiente a Talavera de la Reina, a encontrarse con su trágico destino.

A Curro Guillén, el diestro de Utrera, cabal representante de la Escuela sevillana, también le ponían las cosas muy difíciles en Ronda, sede de la Escuela contraria, cada vez que tenía que torear en esa plaza. Tan cuesta arriba que, otra tarde primaveral, pero de 1830, un grupo de aficionados de esa ciudad, defensores del concepto rondeño del toreo, le instaron a matar recibiendo a un toro de Cabrera –abuelo de los actuales miuras– que quizás no se prestaba a esa difícil suerte. Curro, con la guapeza de los inconscientes, aceptó el reto, citó a recibir y el toro se lo llevó mortalmente enganchado en un pitón mientras del otro se colgaba su discípulo y miembro de su cuadrilla Juan León, en vano e inútil intento de un quite heroico.

De igual modo, Manolete, otro dios del toreo, pasó un quinario durante su última temporada. También a él le reprochaban los públicos el alto precio de las entradas. En realidad, le reprochaban todo. También, en su caso, una campaña de prensa de oscuros intereses azuzaba el fuego. Al final, lo mató un toro de Miura en una plaza de pueblo, como si en lugar de un torero rico y reconocido, se tratase de un chavalillo que estuviese empezando su carrera y necesitase torear lo que fuese y donde fuese para llegar a ser lo que ya era.

Menos conocida es la protesta sistemática a la que sometieron algunos aficionados sevillanos al primero de los Califas, Rafael Molina, Lagartijo el Grande. Un grupo, denominado “los campanilleros” y comandado por un tal Braulio Navas, se dedicaba a hacer sonar cencerros, campanas y campanillas, cada vez que actuaba Lagartijo en Sevilla y en las plazas cercanas. Hasta tal punto llegó la enemiga contra el Califa que, según cuentan, una tarde ese diestro se quiso subir al tendido dispuesto a hacer entrar en razón a sus detractores, ya fuera por las buenas… o por las malas. Sea o no cierta la anécdota, el cordobés tuvo que dejar de torear en Sevilla. Luego, los campanilleros se disolvieron el día que un toro cogió a Mazzantini por causa de sus protestas.

Eran broncas preparadas y prefabricadas, muy al estilo de las que, todavía en nuestros días, organizan los abonados del tendido 7 de las Ventas las tardes que torean las fi guras. Claro que, si bien se piensa, resulta muy curiosa, y entra de lleno en la psicopatología de las multitudes, esa inquina sistemática que ciertos aficionados han profesado siempre contra las grandes fi guras del toreo. Contra los toreros mandones. Los casos de Lagartijo, Guerrita, Manolete o Joselito el Gallo, y hoy el del Juli, son sintomáticos.

Corrochano lo explicaba muy bien en su magnífico libro ¿Qué es torear? Introducción a la Tauromaquia de Joselito. Decía don Gregorio que era un caso digno de estudio, ese de las multitudes taurinas “que en lugar de sentirse amparadas y garantizadas por el torero más seguro de sí mismo, que por su conocimiento de los toros puede tranquilizar la inquietud del peligro, desconfía frecuentemente de ese torero, recela, teme que le engañe, sin saber en qué consiste el engaño”. Y pontificaba sobre Joselito, y la tesis es extensible a los otros diestros citados: “La amargura de Gallito en el en el ruedo habrá que considerarla como una de las más agudas que puede sufrir un hombre en su profesión. Explicar y practicar la tauromaquia encerrado en el recinto de un público incapaz, exigente por desconfiado, es una angustia insospechada para el que no la padeció y menos para el que la causa. Saber lo que se hace delante de una multitud que no sabe lo que ve sólo puede soportarse con alma mística o con un insobornable concepto profesional”. Los públicos admiran a los toreros que están en el fi lo de la navaja, ya sea la navaja de los valientes (sorteando constantemente entre la puerta grande o la de la enfermería) o la navaja de los artistas (siempre en la tesitura que va de la gloria del éxito al ridículo del fracaso), pero se muestran desconfiados, recelosos y reticentes ante los mejores toreros, ante los toreros dominadores y poderosos, los toreros técnicos. Para algunos espectadores, las figuras del toreo son el enemigo por abatir. Para ese tipo de aficionado, que gusta de distanciarse del resto del público, las figuras del toreo, admiradas por la mayoría, son su objetivo ideal. Y están atentos al menor fallo del torero mandón para así proclamarlo y así poder exhibir su conocimiento y su superioridad ante los demás. Y es que, como dice Cantú citando a Robert Ludlum: “La gente histérica siempre se aferra a cualquier cosa que no sepan los demás para darse importancia”. Es más, añadimos nosotros, si no hay cosa a la que aferrarse que no sepan los demás, pues se inventa. ¿Qué son –si no– los tópicos y los clichés que tanto abundan en nuestra fi esta? Broncas las ha habido siempre. Pero no las mitifiquemos. Las broncas son síntoma de un fracaso. Fracaso profesional de los que están en el ruedo o fracaso de conocimiento de los que están en el tendido. En rigor, un problema de educación, de falta de educación, mejor dicho. No son nada, por tanto, de lo que podamos sentirnos orgullosos ni nada, por tanto, de lo que no podamos o no debamos prescindir. No hay, pese a lo que algunos sostienen, equidistancia entre la bronca y el aplauso, como si fueran dos caras –mala y buena– de una misma moneda. Esa es una apreciación probablemente errónea. Las broncas no son necesarias. Si el toreo tiene que seguir siendo “la fi esta más culta que hay en el mundo”, las broncas son prescindibles. JOSÉ MORENTE es arquitecto y autor del blog taurino La razón incorpórea.

JOSÉ MORENTE es arquitecto y autor del blog taurino La razón incorpórea.

NÚMERO DOS. OTOÑO. SEPTIEMBRE – DICIEMBRE. 2017