m
Post Recientes

Jaquetón

HA HABIDO MUCHOS toros célebres a lo largo de la historia pero pocos tan renombrados como Jaquetón, lidiado en Madrid en 1887. Mató siete caballos, sembrando el pánico entre los picadores y enardeciendo a los aficionados, y desde entonces su nombre ha sido sinónimo de la máxima bravura y la fiereza bovina, por lo menos en su versión primitiva. ¿Minotauros? Pues pocos ha habido más temibles que Jaquetón.

Jaquetón era de la ganadería de Agustín Solís (“el cura Solís”) de Trujillo (Cáceres), y se lidió el 24 de abril en la tercera corrida del abono; le correspondió a Currito, acompañado por Frascuelo y Ángel Pastor. En aquel entonces, antes de la implantación del peto protector de los caballos, la  mayor parte de una corrida se consumía en repetidos encuentros entre los toros y la caballería; los públicos vibraban con las varas bien puestas, las peligrosas caídas de los jinetes y los emocionantes y vistosos quites de los matadores.

Es más: los astados más valorados eran los que mayor número de pencos derribaban y mataban. Los ganaderos sólo esperaban el telegrama de su mayoral dando cuenta de esta sangrienta estadística; el lucimiento de los matadores —mayormente en faenas cortas de muleta para preparar la “suerte suprema”— les importaba bien poco. Como observa José Morente en su excelente blog taurino La razón incorpórea, “Era aquél un espectáculo dantesco y sanguinario donde la idea de belleza estaba ausente”.

Aquel día en Madrid todos los toros fueron bravos —tomaron 48 varas en total, por 20 caídas y 20 caballos muertos— pero el más bravo de todos fue Jaquetón lidiado en cuarto lugar, “de pelo cárdeno, chorreado, cornicorto y algo escurrido de carnes”, según nos cuenta Cossío. No paró de embestir, derribar y cornear; nada de dudar ni escarbar ni volver la cara. Si bien en aquellos tiempos muchos otros toros mataban más caballos, pocos lo hacían con tal saña. Según relató la revista especializada más importante, La Lidia:

Tan ruda es la acometida,

Tal la furia de la res,

Que deja en cada embestida,

la tierra en sangre teñida

Y un cadáver a sus pies.

Y su indomable denuedo,

Que en el arenoso ruedo,

Se confunden vida y muerte.

Y entonces pasó una cosa curiosa. Tal vez por la coz recibido de un caballo moribundo —en combinación con una vara excesivamente honda o por el mismo esfuerzo desmedido que había realizado— Jaquetón “da unos pasos, junta las manos, mete la cabeza entre ellas, sin dejar de moverla, presa de una terrible convulsión”, según Cossío. El público pidió a la presidencia el indulto para animal tan bravo, algo que se hacía de vez en cuando. Pero tal era su debilidad que no pudo seguir a los cabestros y tuvo que ser rematado con el descabello. De nueva La Lidia:

Jaquetón, que abatido,

Descoyuntado, rendido,

Loco de rabia y de pena,

Cae al fin sobre la arena

Muerto, sí, mas no vencido.

Nunca se supo cuánto más hubiera peleado Jaquetón de no sufrir ese percance, pero enseguida entró en el léxico taurómaco: generaciones de aficionados, al ver un animal excepcionalmente bravo, exclamaban, por supuesto exagerando, que “es un Jaquetón”, y cuando salía un toro manso se lamentaba de que “no es precisamente un Jaquetón”. El escrupuloso investigador Pedro del Cerro, en su blog Dominguillos, afirma que el nombre se ha utilizado para bautizar reatas de muchas ganaderías. Pero claro, de todos los toros que llevaron después ese nombre ninguno igualó al original. Hoy el concepto de la bravura —y de la misma Fiesta— es otro.

William Lyon es periodista. Nacido en Nueva York, vive y trabaja en Madrid desde 1962.

NÚMERO UNO. FERIAS. MAYO – AGOSTO, 2017.