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Morante

TIENE ALGO DE SER imprevisible confiado al milagro. Un barroco por destino. «Soy un torero que se mueve por pulsiones interiores. Siempre estoy en busca de mí mismo. Muchas veces vivo en pensamiento». Lo de vivir en pensamiento da la dimensión telúrica de este matador y de su tauromaquia. Vivir en pensamiento, en su caso, es vivir sobrevolando el abismo, el miedo, lo inexplicable. José Antonio Morante Camacho, Morante de la Puebla, habla de él hacia él. Hay ratos en que una fuente sin chorro trae más decibelios que su voz. Pero lo que dice suele llegar al otro bien pulido desde algún pliegue del cerebro, ese último recodo del que sale la intuición de los seres insólitos, firmemente seguros de su distinción, de la cuota impar de su personalidad, que va de la inminencia de un agua imaginaria a la de un sueño.

Ha hecho de la elegancia una forma de estar, del dandismo algo más que un acerico de sastre: una identidad, un satanismo de claroscuros, también de ciertas pinturerías. Sabe llevar el puro encendido y el sombrero de copa. Entiende el toreo como una teología que rompe esa mentalidad «atascaburras» de buena parte del taurinismo actual, cutre y estrecha, aún con un socialrrealismo de emperifolladas y pisacorbatas… «A un torero no lo diferencia el ponerse delante de un toro, sino el tener torería, que es algo más profundo, un concepto. Esa es la única manera de crear belleza en una plaza. Porque a mí lo que me mueve es la belleza. Me gusta la expresión añeja del toreo antiguo, ese ritmo lacio. El arte nace de la naturalidad, de lo espontáneo, de la verdad. Y hoy todo está muy “preparao”». Esto me lo dijo hace años en Sevilla, casi como una premonición de ahora, de lo que algún día tenía que suceder.

Morante de la Puebla es un tiempo sin tiempo de la tauromaquia. Podría haber nacido hace cien años o podría llegar al mundo dentro de otros cien Pertenece al linaje de esa autenticidad que gotea a paso lento, capaz de dibujar una verónica que se mece en tan feliz destiempo que uno podría quedarse a vivir por dentro. Los naturales de Morante, cuando se dan con la lentitud con la que él carga la tela, permitirían a una golondrina de Las Ventas hacer nido en el estaquillador. Y así con todo. No hay ahora mismo un torero que tenga más ráfaga de arte. Ni más intolerancia a la vulgaridad. Fracasa como los ángeles jodidos. Y si una tarde sale buena es de las que dejan orificio de entrada y de salida.

Cuando entiendes que Morante de la Puebla es una tradición en sí mismo conviene plantearse si más que aficionado a los toros uno es aficionado a un pequeño planetario de toreros. Es más, sospecho que soy más aficionado a este matador que al tinglado de las ferias y los cartelones catastróficos. Por eso no asombra que Morante se marche por un rato. Tiene el corazón dentro de una alcuza rota. Él sabe, como le escuché decir a Dámaso Alonso cuando yo era niño, que a los dioses conviene que no se les vea demasiado la cara. Este tipo está confeccionado de otra pasta: trágica, desgarrada, pasional. Se ha instalado en la leyenda y en esa cota de altura no cabe perfección, sino que se acepta una aritmética sin garantías que va de la magia a la pureza, siempre impulsado por la irregularidad. Está lejos de aquellas estampas de Gutiérrez Solana, que pintaba toreros con aura de tocino. Pertenece a la generación de internet, los burdeles virtuales y los transgénicos. Por dentro le patrulla una anomalía, un misterio psíquico donde chocan las cuatro esquinas del extravío.

Tiene, como Rafael de Paula, una cara y una cruz: el peso de una genialidad que no tiene forma ni en la forma cabe. Por excéntrico. Por desvalido. Es, irremediablemente, un devenir.

ANTONIO LUCAS, poeta y periodista. Es columnista del diario El Mundo.

NÚMERO DOS. OTOÑO. SEPTIEMBRE – DICIEMBRE. 2017