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Rafael de Paula. Tan hondo desconcierto

Hasta llegar a ser Rafael de Paula hay que cruzar un ancho desierto y su lenta desolación sin nombre. En la tauromaquia de la segunda mitad del siglo XX este hombre se instala como una anomalía. Algo sucede en su toreo. Algo distinto. Una suerte de sinfonía que no ha sonado antes y que resulta esquiva, incalculable, casi furtiva. El suyo es el toreo gitano, si es que algo así puede tener denominación de origen. No es un hombre confeccionado para el triunfo, sino para el misterio. Dotado para lo imprevisible y para las cumbres de lo inestable. «Sólo creo en un milagro: se llama Rafael de Paula». Lo dijo José Bergamín y después le dedicó La música callada del toreo.

Hay una forma de torear por derecho y hay otra forma de torear desde Paula, Rafael. Las verónicas aleteando el hermoso capotillo de vueltas azules. Los muletazos quietos, muy quietos, mecidos desde el pecho y la cintura. Las muñecas recorridas por un agua oscura que hacen del viaje al toro una travesía inexplicable. Y luego está ese enigma que tanto sugiere, pero nada impone. En Rafael de Paula todo preludia algo sublime. Hasta los mismos naufragios muestran en él un molde nuevo. No está exactamente en los cánones de la tauromaquia, sino en un orden distinto de las cosas. En un lugar inédito. En un asombro que a veces se concreta desde el delirio de lo inhumano y otras desde el estrépito del fracaso. Qué más da. La suya es una obra ardiente. Una conmoción que llega flotando, quizá, de otra galaxia. O que funda una nueva astronomía.

Rafael de Paula es un gitano de Jerez que acumuló de niño un buen repertorio de fatigas y pronto aprendió que cualquier magia, para ser creíble, debe tener en algún momento la elegancia de fallar. Su estética es la de un torero de otro tiempo, de un tiempo sin tiempo. La distinción no por el bordado ni el alamar, sino por su esencia. Los trajes azabache. Las medias blancas. La montera de morilla. El capotito recortado y la muleta de piel de aire. Todo impulsado por la mecánica de un arrebato que se reserva el dignísimo derecho a fracasar. Este torero aceptó ser algunas tardes la sombra patética de sí mismo. Es un distintivo de genialidad. No se puede ser sublime sin interrupción. Uno debe ser consciente de lo que es cuando se es desgarrado y trágico, inflamable y pasional. Qué tardes de gloria en un detalle glorioso. Qué paseíllos de caminar distinto, arrastrando en las rodillas una ferretería y un récord de operaciones que suman a su inestable ánimo un vaivén de daños nuevos y de ráfagas malogradas.

Porque Rafael de Paula es exactamente eso: una forma de decir el toreo como nadie lo ha pronunciado. Un verso muy raro que nunca suena del mismo modo. Jamás un ser tan barroco de gesto, tan abismado de emoción, fue tan delicado en las formas, tan lento en la taquigrafía de la muerte que supone el traducir algo terrible en algo bello. Eso es el toreo. Y él lo llevó hasta un país inexplorado. Con ensoñación. Con improbabilidad. Empujado por el fervor de unos pocos. Tanta leyenda como acumula le ha dispensado una bruma de irrealidad, pero también lo alejó muy pronto de la horma del arquetipo. Rafael de Paula es un extraño ejemplar de una raza tan esquiva como difícil. Es el torero menos evidente de las últimas décadas. Lo natural hubiera sido que alguno de los toros que mató lo matara a él. Digo lo natural porque la tragedia de su cuerpo es también parte de la épica de su enigma, de la rabiosa inestabilidad de su declinación poética.

En mayo de 2000, en la plaza de Jerez de la Frontera, donde tomó la alternativa en 1958, se arrancó la coleta. No pudo matar a ninguno de sus dos toros. En el cartel se anunciaba junto a Curro Romero y Finito de Córdoba. Aquel gesto desesperado era el último codo del camino. Una senda en la que hubo instantes de fulgor capaces de generar lágrimas de una emoción tan pura como para anegar el curso de la Historia.

Algunos fieles y devotos han llegado a las manos por la interpretación de un natural teológico de Rafael de Paula. En medio de sus silencios geométricos se puede oír toda la tarde pasar pájaros. Es un torero tan dotado para el misterio que en una media verónica puede ser su propia sustancia y también lo contrario. Por eso, principalmente, nos gusta tanto. Porque no hay álgebra que se le iguale, ni razón que abarque tan hondo desconcierto.

ANTONIO LUCAS, poeta y periodista. Es columnista del diario El Mundo.

SEGUNDO AÑO. NUMERO CUATRO. FERIAS. MAYO – AGOSTO. 2018