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Roca Rey. Del puente a la Alameda

Déjame que te cuente limeño 

déjame que te diga la gloria 

del ensueño que evoca la memoria

del viejo puente, del río y la alameda.

Chabuca Granda
La Flor de la Canela. Vals peruano

La ciudad de Lima, capital de Perú, tiene ríos y puentes. El Rímac es uno de esos ríos, y de entre los puentes que comunican las orillas está el que lleva (o regresa) a la Alameda de los Descalzos.

Sevilla tiene un río, el Guadalquivir, caudal de cultura, que la cruza para llegar a las marismas y de allí, al mar. Y Sevilla tiene también una alameda, la de Hércules, convertida por la modernidad en zoco de ocio y jarana.

Lima tiene también un torero, Andrés Roca Rey, de dinastía torera y abolengo social, que se vino para Sevilla casi niño y a quien el maestro José Antonio Campuzano prohijó en Gerena. Ahora, aún sin cumplir los veintidós y en su tercera temporada de matador, Roca Rey les habla de tú a tú a las figuras consolidadas y se lleva el fervor de los públicos, mientras la afición conspicua ha pasado del asombro del inicio y las dudas de después a la certeza de que, quizá, estamos ante el alumbramiento de una buena nueva que sacuda —si no lo está haciendo ya—, conmueva y revitalice una Fiesta necesitada como nunca de ello. El maestro Esplá ha dicho de él que es “un ideograma de la tauromaquia en sentido universal”.

En 2015, mes de abril, su debut con caballos en Las Ventas ya dejó claro que su determinación de hacerse torero en España y ser mandamás en esto tenía argumentos de sobra. Resultaba que ese novillero con cara de niño (porque, además, lo era), que hacía el paseíllo erguido, e incluso lucía un punto chulesco cuando se abrió de capa para saludar al primero de su lote, dejó al personal boquiabierto por la firmeza estoica, la variedad de suertes desplegada y la torería sin imposturas.

Esa tarde salió a hombros y, una vez cruzada la puerta de la gloria, regresó al templo venteño para ser atendido de las tres cornadas sufridas —una de ellas en escroto y pene— que, como el léxico medico-taurino recoge, no le impidieron continuar la lidia. Faltaría añadir que «a él» no se lo impidieron, pero probablemente a otros, en el mismo trance, vaya usted a saber.

Fue ese el aldabonazo, un aquí estoy que le hizo entrar en las ferias, encadenar triunfos, también percances. Tal fue el suceso continuado que a nadie extrañó que en la Feria de la Vendimia de Nimes de ese mismo año,  diera el paso a matador.

De siempre y salvo excepciones, aunque a la alternativa se llegue con mucha fuerza, el primer año en el escalafón superior suele resultar problemático, alimentando dudas en el torero que se trasladan a la afición. Y viceversa.

En el caso de Roca Rey, tal circunstancia ha ocurrido más en su segunda temporada que en la inmediata posterior a la alternativa, que fue a rebufo de la del descubrimiento.

Ocurrió que lo que cautivaba, esa mezcla de ortodoxia y arrojo, de pureza y desparpajo, de seguridad y bisoñez, conforme sumaba corridas (y triunfos) restaba encanto, pues más de uno observó una peligrosa tendencia a primar lo accesorio (sin restarle un ápice de mérito) a lo fundamental.

Y en esa dicotomía y tal encrucijada empezó la temporada 2018.

Escribo estas líneas a mediados de abril, cuando Roca Rey ya ha toreado en las primeras ferias de la temporada y, salvo en Arles, tanto Olivenza, Castellón y Valencia no sólo lo han visto triunfar y llevarse premios de los jurados, sino que han sido testigos primerizos del “nuevo» Roca Rey.

Sevilla, el Domingo de Resurrección, lo ratificó.

La faena del limeño al toro Jaro de Victoriano del Río retumbó en una Maestranza a rebosar y entregada, ya desde el inicio del péndulo, en el que la muleta, una parte de ella, asoma por detrás del torero, que espera el momento para hacerlo, desviando la trayectoria en el último instante; allá penas si el toro no hace caso y —pura lógica física— se lo lleva por delante.

No fue el caso, y lo que después vino fue un toreo con la mano izquierda en el que la pureza del concepto, el encaje, la reunión en el embroque y el trazo, el sometimiento, la largura y el remate dejaban a las claras esa vuelta de tuerca que Roca Rey ha dado a su tauromaquia para engrandecerla.

Hay que remontarse al año 1991 para encontrar parangón a un impacto semejante de un torero americano en el viejo continente. El colombiano César Rincón, ya con nueve años de alternativa en ese momento pero desconocido aquí, abrió hasta cuatro veces en esa temporada la puerta grande de Las Ventas, un hecho insólito que le hizo ídolo de los aficionados y héroe nacional en su país. Rincón aportó una tauromaquia desnuda de artificio, recibida como redentora y bendecida por Antoñete, palabras mayores.

Salvadas las distancias estilísticas y de origen social —Rincón, de extracción humilde; Roca Rey, de familia acomodada— ambos son paradigma de esa universalidad de la fiesta de los toros que recoge la cita de inicio en boca de Esplá.

Han pasado tres décadas del “suceso” Rincón, que hizo que el toreo mirara a Colombia; ahora sucede con Roca Rey y Perú. Su edad, su porte, le dan además cierto aire de estrella pop que lo acerca a la juventud. Pero siendo todo eso importante, lo trascendente sucede en la arena.

No, cualquier tiempo pasado no fue mejor, tampoco en la historia de la tauromaquia, cuajada de toreros, toros, faenas, fechas que la enaltecen, pero necesitada cada cierto tiempo de un “torero de época”, entendido éste como  astro que hace de la Fiesta su satélite para hacer girar en torno suyo el planeta de los toros. Y Roca Rey va dejando pistas de que está llamado a serlo.

«La nostalgia es la censura de la memoria», según sentencia de Vázquez Montalbán. En el toreo, nostalgia y memoria muchas veces se confunden para cuestionar el hoy y negar el mañana. Roca Rey no llama a la nostalgia, sino al futuro desde un presente de esplendor.

Medio siglo después de aquel mayo de París, la revolución (taurina) llega de Lima y se llama Andrés Roca Rey.

Paco March

SEGUNDO AÑO. NUMERO CUATRO. FERIAS. MAYO – AGOSTO. 2018