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Tomás. Nadie borrará su nombre

Tomás, apóstol de lo invisible, es quien sólo mueve a fe desde la hondura de la herida, si se lee bien el libro de los cristianos después del día de la Resurrección. Y como todo es muy frágil en el mundo y es inmensa la dificultad que se opone a cualquier obra, sorprende poder afirmar de alguien cuya existencia no ha alcanzado la mitad probable de una vida que haya obrado ya al punto de que nadie borrará su nombre.

Por ello todo ha sido también dicho, o casi, de este torero que comparte la llamada con los apóstoles incrédulos, de lo nunca visto y también de lo invisible, que como ellos mueve a fe desde la herida.

Una mañana del Mediterráneo, en Nimes, cuando el destino empezaba a pespuntear la tela de este siglo, pude asistir a una corrida en la que José Tomás Román Martín toreaba, junto a Manzanares padre y Joselito, morlacos de Victoriano del Río. Entonces la sensación fue la de ver a un torero capaz de hacernos olvidar que la Tierra estaba en el mismo cielo que los demás planetas. Escribí, para mí solo, en un cuadernito a duras penas recobrado, que José Tomás hacía arma del sosiego contra los silencios de la muerte, colocando su cuerpo en el increíble nicho de los cuchillos del toro, muleta atrás, genial y recia, hasta alcanzar la lentitud que detiene, en el cielo de los demás planetas, el movimiento mismo de la Tierra.

Nadie, pues, borrará su nombre.

Es interesante que pueda decirse que Tomás es torero de época, torero del siglo XXI, como Belmonte lo fue del XX. No soy afecto a las sublimaciones del arte ni a las apologías del genio. Me atrae de José Tomás su ser ordinario, su decisión de vivir como niemand, como ciudadano anónimo, salvo cuando protagoniza la plenitud epifánica ante el toro, su resistencia a las tentaciones de la moda, del espectáculo o del estrellato.

Una manía binaria nos pone, sin embargo, casi siempre, a repetir los nombres de las parejas dialécticas como ecos de un mismo azogue: Pedro Romero y Pepe-Hillo, Lagartijo y Frascuelo, Belmonte y Joselito, Manolete y Arruza, Dominguín y Ordóñez, Tomás y Morante. Pero quizás Tomás sea un torero aún más contemporáneo de lo que podemos pensar, un “torero de la diferencia”: el torero que exige de nosotros preguntarnos por el rastro de lo opuesto en su contrario, por la huella de Tomás en otros y de otros en Tomás. Cierto: es la hondura más que la manera, es el sosiego más que el ornamento, es la seca verdad clásica y no la catarata serpentina lo que se manifiesta en su toreo. Es la mirada resignada del clavadista que no puede no llegar allí donde hubiese podido no ir. Pero en la jornada de quien busca el lugar probable de su herida, los contrarios se desvanecen y sólo queda, rumorosa, la estela del cuerpo todo convertido en eje de un tornado memorioso y lento, la cercanía inmemorial, el despacioso monumento de lo humano en el oficio festivo de su sobrevivencia.

José Tomás es un artista anacrónico y extraño. No parece hacer empatía con el mundo donde vive y es sabido cuántos de sus gestos van a contrapelo, a contraestilo de la edad. Signo, acaso, de lo que en el fondo constituye su legado más precioso, además de haber llevado el toreo vertical y expuesto, el toreo de brazos y sosiego aún más allá de lo probable en la historia: haber reivindicado, cada vez que ha vuelto, el tesoro de la lentitud que la época desprecia.

Tres palabras, tres ideas graves y complejas hacen lazo en la obra taurina de Tomás: la aparición, el retorno y el estoico sosiego.

Sorprende que José Tomás esté siempre de vuelta, como un Cristo. Que la narrativa de su toreo sea, al menos desde hace un lustro, la de una re-aparición. Que lleve el nombre del apóstol quien desafía al que ha resucitado no puede ser menos que una coincidencia significante: porque cada vez que aparece Tomás nos lleva de nuevo a fe desde la herida. No porque la sufra —que las ha sufrido—, sino porque también nos coloca en ese padecimiento necesario para liberarnos luego, catárticamente, con su odisea vertical y grávida.

El tema del retorno es, con ello, de la mayor significación: Tomás es un torero moderno, aún más moderno que Belmonte, en el sentido filosófico. Su obra consiste en llevarnos al corazón dormido de un olvido: recordarnos, hacernos susceptibles de una emergencia de memoria perdida, retornarnos al toreo esencial, soterrado, por el cual todos en él, con él todos, nos confrontamos a nuestra preterida condición animal, como lo ha argumentado, precisamente sobre José Tomás, Víctor Gómez Pin.

Siendo, pues, un torero de época contra la época, Tomás, apóstol de lo que es sólo visible como herida, es también un torero de lo irreproductible. Como si supiera que el aura de las cosas —y en especial de la obra de arte— viene de lejos, el toreo de José Tomás es a la vez ananmnésico e indicial, arrastra y lleva rastro, retorna siempre de la profundidad cavernaria de lo reprimido —aquello que por incómodo y traumático hemos evitado— y actúa en nosotros como la suave caricia de una sombra de ramajes sobre el cuerpo en el mediodía reposante del verano.

Es sabido que tal es la imagen que Walter Benjamin utiliza para definir el aura en su libelo sobre la reproductibilidad de la obra de arte en la edad mecánica. Interesa que Tomás, torero de una tauromaquia inmemorial y revelada en su retorno, se haya erigido en contra de su reproductibilidad en una polémica actitud hacia la trasmisión televisiva de su obra, que acaso esconde más de lo que se ha podido sospechar.

“Omnipresente y siempre a punto de ser”, como lo ha calificado Antonio Pradel, la aparición y el retorno son los instrumentos de la inminencia, clave poética de la tauromaquia tomasiana. La táctica de su toreo no es, sin embargo, otra que la disponibilidad, levinasianamente: la gravedad del cuerpo exponiéndose a su pérdida, acompañando el surgimiento de la subjetividad, porque no existimos —nos recuerda Lévinas— como sonrisas al viento, sino como soledad material.

Exponerse a ello, para sobreponerse, es imperativo. Tal es acaso la lección profunda de esta tauromaquia: buscar el lugar imposible donde podemos serlo todo a riesgo de, abruptamente, llegar a ser nada. José Tomás puede entonces hacer suyas las palabras, también “revinientes”, del barón de Teive, aquel estoico de Pessoa: “Pertenezco a una generación —suponiendo que tal generación la formen más personas que yo— que ha perdido al mismo tiempo la fe en las religiones antiguas y la fe en las irreligiones modernas. […] Siento el corazón como un peso inorgánico. En el silencio completamente negro de las auroras quietas, se recorta su perfil como si fuera verdad.”

Aquella mañana mediterránea en la Camarga, y otras aurorales tardes de gloria en Barcelona, cada vez que pude verlo, cada vez que ha sido materia de aparición y de retorno, José Tomás, a un mismo tiempo clavado y leve sobre el mundo, nos impone el prodigio de una tauromaquia en estado de resurrección, como quien mira —dios niño y lince ciego— la claridad infinita salvada de la herida.

LUIS PÉREZ–ORAMAS, escritor. Es curator de arte latinoamericano.

SEGUNDO AÑO. NUMERO CUATRO. FERIAS. MAYO – AGOSTO. 2018