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A contracorriente

Sasha Gusov - Minotauro 5

 

La corrida de toros es un espectáculo inmoral y,

por consiguiente, educador de la inteligencia.

José Bergamín

Durante las recientes Corridas Generales de Bilbao, Antonio Lorca, crítico taurino de El País, firmaba un artículo con el título “Ya no hay hambre”, que completaba uno de mayor extensión dedicado a las escuelas taurinas. En él, parte de la evidencia de que ya no existen maletillas por los caminos y carreteras de la piel de toro en busca de cercados y dehesas donde —si el ganadero y el maestro lo permitieran— dar algún que otro lance con capote o muleta, por lo que —deduce— “hay razones suficientes para que sólo algún iluminado rompa con lo establecido y toque la gloria con los dedos”. Y, qué quieren que les diga, uno pensó en Roca Rey. Pero ese no es el tema.

No, ya no hay hambre (o sí), y para alimentar el sueño de ser torero en España hay cerca de sesenta escuelas taurinas (a las que se suman una decena entre Francia, México y Colombia) repartidas por todas las comunidades, la mayoría de ellas privadas, aunque en algunas, como la andaluza (una veintena de escuelas repartidas por toda la comunidad), con ayudas de las respectivas administraciones locales y autonómicas. De ellas, y pese a dificultades tanto económicas como las derivadas del contexto político-social respectivo, siguen formándose y surgiendo aspirantes a la gloria.

Un caso muy especial es el de la Escuela Taurina de Cataluña, creada en 1999 y que, pese a la prohibición de las corridas de toros en esa comunidad según votación del Parlament en 2010, continúa con su actividad y en un éxodo permanente por distintas localidades, al albur del capricho de los políticos y la burocracia. Por ella han pasado más de trescientos alumnos, de ella han salido matadores de toros —Serafín Marín, el más destacado—, otros que se han quedado a medio camino, y ahora las esperanzas están puestas en el francés de origen catalán Maxime Solera y Manuel de los Reyes. Desde hace un tiempo, la escuela ha recalado en L’Hospitalet de Llobregat, en uno terrenos municipales de la calle Carmen Amaya, donde bajo la mirada de quien la dirige, Manuel Salmerón, y de antiguos profesionales habituales en las temporadas de la época en que en Cataluña había toros, entrena a una media docena de chavales. Nadie cobra, ninguno paga, tienen convenios de colaboración con la Fundación Joselito y algunas escuelas, tanto españolas como francesas como Nimes o Arles; y así, cuando de “ver un pitón” se trata, hasta allí se desplazan. Para solventar los gastos ineludibles, incluidos los trastos de torear, cuentan con la ayuda de la Fundación José Tomás, que anualmente hace una donación económica, manteniendo el vínculo mutuo e indestructible entre el torero de Galapagar y la ciudad que, como antes sucedió con Manolete y Chamaco, lo hizo suyo para siempre.

En el permanente (se remonta a siglos) y maniqueo debate sobre la tauromaquia, parece que todo vale y la manipulación, cuando no directamente la mentira, se convierte en dogma. Y las escuelas taurinas no sólo no escapan a ello, sino que (quizá por su propia debilidad estructural) se convierten en uno de los focos de atracción. Siendo así, no debe extrañar que si la primera escuela taurina en España se abrió —en Sevilla y dirigida por Pedro Romero— en el primer cuarto del siglo XVIII bajo el reinado absolutista de Fernando VII —el monarca que cerró la universidad y desató una feroz represión sobre los liberales—, sea miel sobre hojuelas a los argumentos [sic] antitaurinos. Como los del filósofo Jesús Mosterín, fallecido hace unos meses, uno de los más beligerantes en esa cruzada, que escribía: “Fernando VII, enemigo de la inteligencia, restaurador de la censura y la Inquisición, creador de las escuelas taurinas y gran promotor de las corridas de toros”.

Conviene detenerse en que para quien fue el impulsor del proyecto de creación de la primera escuela taurina, el conde de la Estrella, el argumento principal era el de preservar las esencias del toreo a pie, a partir de los grandes maestros fundacionales, ya retirados, Pepe-Hillo, Costillares y el propio Pedro Romero. De sus futuras enseñanzas se colegirían mayores capacidades de los alumnos que, una vez ante el toro, podrían evitar con los conocimientos técnicos adquiridos percances e incluso la muerte. A ello se unían otras disquisiciones, como la del intendente de Sevilla, que veía en el toreo el cauce por el que controlar otras manifestaciones de cultura popular.

Desde entonces, la tauromaquia (la lidia, en sí, los toreros, los ganaderos como alquimistas en la genética del toro bravo) ha seguido en su continuo proceso de adaptación a los usos sociales y culturales de cada época, y en él las escuelas taurinas han jugado —siguen jugando— su papel, muchas veces discutido tanto por quienes, desde el mal llamado animalismo, las identifican con la enseñanza de prácticas de “tortura”, como por una parte del propio sector taurino, que ven en ellas el germen de la uniformización del toreo.

Tanto por antigüedad (data de 1950) como por los toreros que por ella pasaron, la Escuela de Tauromaquia Marcial Lalanda de Madrid (ahora sumida en un galimatías político administrativo que la ha dejado sin su hábitat en el Batán y con un “competidor”, la Escuela José Cubero Yiyo, que da sus clases en Las Ventas) es, quizá, la de mayor relevancia. José Miguel Arroyo, Joselito, ha reconocido que su paso por la escuela lo salvó de un abismo al que lo avocaba su contexto familiar y social; de ella salieron, entre muchos, Cristina Sánchez o el mismísimo Juli. El Fundi y El Bote, junto al citado Joselito, fueron alumnos y, ya retirados de los ruedos, profesores, y así una larga lista de nombres con mayor o menor fortuna profesional. La película de Teo Escamilla Tú solo (1984) no es de toros, sino de muchachos que quieren ser toreros y los observa en su mundo la Escuela de Tauromaquia de Madrid. Joselito, El Bote, Lucio Sandín… no interpretan, son ellos mismos, viviendo la ilusión del toro desde un cierto sentido mágico de la gloria. La esperanza del triunfo por encima del sinsabor del miedo. El toreo como “escuela más sobria de vida”, título de un imprescindible ensayo del filósofo Víctor Gómez Pin.

Frente a ese ideal romántico de la profesión de torero y el aprendizaje de esta en las escuelas taurinas se alzan voces que las cuestionan. Una de ellas, y muy resonante, es la de Morante de la Puebla.

Contradictorio y paradójico en sí mismo, Morante pasa de Bergamín a Vox como por arte de birlibirloque. Ayuda a los chavales de su pueblo que quieren ser toreros, comparte vivencias con los alumnos de la Escuela Taurina de Madrid o Badajoz… y, al tiempo, reniega de ellas en entrevista por televisión: “Estoy en contra de las escuelas taurinas porque el toreo forma parte del espíritu solitario e individual de la persona. De soñar por uno mismo y no por boca de nadie. El toreo, cuando lo sientes, lo sueñas, y de ahí te nace ser torero. Cuando vas a una escuela, lo que hacen es ponerte a competir con otros, que tienen sus sueños, para gustarle al maestro, un proceso que mata el halo que traemos cuando nacemos. Poner a todos a competir para que hagan un tipo de toreo parecido, y esa preocupación, les aleja de su sentimiento. Cuando se rompe, sale la técnica, que es algo muy feo”.

Añade Morante: “Las escuelas taurinas hacen una buena labor porque educan, pero en lo taurino, ahora, con los medios de comunicación tan avanzados, no hace falta ir a una escuela. La televisión, los vídeos, internet, te muestran el toreo y los toreros de distintas épocas. Saturnino Frutos, Ojitos, enseñó a torear a Gaona mostrándole fotos de Frascuelo y Lagartijo”. Y remata, con una media abelmontada: “El toreo es un pensamiento solitario”.

Paco March es periodista, crítico taurino y presidente de la Federación de Entidades Taurinas de Cataluña.

SEGUNDO AÑO. NUMERO CINCO. FERIAS. SEPTIEMBRE – DICIEMBRE. 2018