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Ser torero y parecerlo

Pedro Basauri Paguaga, que luego sería Pedrucho en los carteles, nació en Éibar a finales del siglo XIX. Hijo de maestro armero, llegó a Barcelona con su familia, cuando apenas contaba dos años. Abandonó muy pronto los estudios, y tampoco quiso seguir el oficio paterno, pues ser torero era su anhelo. Y pisó por primera vez un ruedo en un espectáculo cómico taurino, en el desaparecido coso de El Torín, en la Barceloneta. Al poco, se vistió de luces en Éibar como sobresaliente en un festejo en el que alternaban dos novilleros locales , Armerito e Iluminadito; y quien salió a hombros fue él.

En 1914 debutó en Las Arenas de Barcelona, iniciando una carrera que duraría tres décadas y de la que El Cossío se asombra de que no haya dejado mayor impronta en la historia del toreo. Acháquese a que Pedrucho fue torero, pero no sólo esp.

Inquieto, torrencial conversador en los salones, distinguido en el porte, gran estoqueador en la plaza. Torero y también actor de cine. Tomó la alternativa ya con treinta años en El Chofre donostiarra, e hizo una gira imposible, toreando en El Cairo, Roma, Budapest y distintas localidades de América del Norte y del Sur; a su regreso, confirmó alternativa en Madrid.

Felices años veinte, en los que combinó los ruedos con los platós, con éxitos de taquilla como Pobres niños, Historias de un torero, La tragedia de un torero y la película de su propio nombre, Pedrucho. Después de esta se apartó del cine y volvió a él cuando dejó los ruedos, con filmes tan destacables como El momento de la verdad, de Francesco Rossi, junto a Miguelín.

En los convulsos años de la Guerra Civil toreó para las milicias antifascistas (fue padrino de alternativa, en Barcelona, de Silvino Zafón, El Niño de la Estrella, último torero en tomarla en zona republicana, que formó parte de la denominada Brigada de los toreros). También lo hizo, en septiembre de 1939, a beneficio de Falange. No fue el único, claro.

Cuando se retiró de los ruedos, con casi medio siglo de vida, guardaba como amuleto una astilla que le asomó por el muslo tres años después de que lo atravesara el cuerno de un toro de Miura, en La Maestranza, la tarde en que fue bautizado como “Mesías del toreo”. Pedrucho fue capaz de llenar La Monumental con más público que el que acudió, a la misma hora, al estadio de Las Corts para la final de Copa entre el Barça y el Athletic de Bilbao.

Pedrucho creó en Barcelona la escuela taurina que llevó su nombre, y que funcionó entre los años cincuenta y finales de los setenta. No había un local fijo para las clases, que se daban en Las Arenas, la montaña de Montjuic o el estadio de San Martín, en el barrio del Guinardó. Una escuela sin paredes en la que se enseñaba a torear y a ser torero. Por ella pasaron, junto a un gran número de novilleros, matadores como Fermín Murillo, Joaquín Bernadó, José María Clavel o Luis Barceló. Y para verlos torear de salón acudía muchas tardes, allá donde estuvieran, don Pedro Balañá, con los bolsillos repletos de caramelos para obsequiarlos.

Aquel hijo de maestro armero, nacido en la misma ciudad norteña y fabril que el pintor Ignacio Zuloaga, supo, desde muy temprano y en Barcelona —“la ciudad que quiere más que ningún otro lugar en el mundo a los hombres que valen”, en palabras de Santiago Rusiñol a Rafael El Gallo— que ser torero iba a dar sentido a su vida, y quiso dejar en otros la huella de su forma de entenderlo: “La bendita locura del toreo, esa que se tiene y no se aprende, porque brota de los recovecos del alma”. Murió en Barcelona en 1973.

Ser torero y parecerlo. Ahí queda eso.

SEGUNDO AÑO. NUMERO CINCO. FERIAS. SEPTIEMBRE – DICIEMBRE. 2018