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Cossío y el léxico taurino

La figura de José María de Cossío no puede sino suscitar admiración. Entre otras muchas facetas, yo aprecio de él con predilección su prosa, esa prosa con ligeros toques arcaizantes en la sintaxis, pero extraordinariamente jugosa, que el autor de Los toros nos dejó en sus páginas. Tengo las Rutas literarias de la Montaña por uno de los libros de viaje más hermosos que se han escrito en nuestra lengua. Y me parece encantadora, en los estudios literarios de Cossío, la combinación amenísima de erudición y galanura de estilo. Pienso en las Fábulas mitológicas en España, en Cincuenta años de poesía española, en los tomitos de Notas y estudios de crítica literaria. ¿Se puede dar a un libro un título —o, para ser precisos, un subtítulo— más acertado que el que Cossío da a uno de esos volúmenes: Poesía española. Notas de asedio?

En el fondo, lo que uno siente por Cossío, más allá de la admiración, es una cierta envidia. Envidia, sí, por ser, como lo definió Emilio García Gómez al recibirlo en la Academia en 1948, «un ciudadano libérrimo de la república de las letras». Cossío, como tantos otros del medio social al que pertenecía, estudió Derecho, estudió Letras, pero después de esos estudios no fue un profesional de nada, no necesitó ni quiso competir en el mundo académico, rehuyó incluso atarse laboralmente a la editorial con la que tanto colaboró, Espasa-Calpe. Vivía como quería, es de suponer que de sus rentas de hidalgo rural, y se dedicaba a lo que le apetecía. Él mismo lo escribió así:

Jamás me propuse, al tomar la pluma para explicar mis comentarios y opiniones, vivir, digamos, profesionalmente de mis escritos. He sido un anárquico escritor que sólo me ocupé de aquello que me interesaba y satisfacía mis gustos literarios. […] Alegres ratos y no amargos sacrificios. Escribía cuando me petaba. Holgaba cuando la voluntad flojeaba.

Vida envidiable la suya, laboriosa pese a todo, repartida entre la lectura y —si le apetecía, como acabamos de ver— la escritura, y sus grandes aficiones: sus amigos, las tertulias, la poesía, la bibliofilia, los toros, el fútbol, los conciertos, el ajedrez y por supuesto la casona de Tudanca, a la que convirtió en un monumento de la sociabilidad y la cultura de España. La casa de Cossío en el corazón de la Montaña debería ser declarada «patrimonio de la humanidad», si no de la Humanidad con mayúscula grandilocuente, de la humanidad con minúscula, de la admirable humanidad de quien fue su propietario.

Al aproximarse a las labores de Cossío hay que comenzar señalando que no era un filólogo profesional (en realidad, ya hemos dicho que no era un profesional de nada), pero su curiosidad le llevó a hacer algunas importantes contribuciones en ese terreno (recuérdese su recolección de romances de la Montaña, en colaboración con Tomás Maza Solano, de la que persona con tanta autoridad como Diego Catalán pudo decir que fue «el mejor Romancero de una región publicado hasta entonces y que lo habría de ser durante mucho tiempo»).

Un trabajo temprano de Cossío, de 1927, es su «Aportación al léxico montañés», publicado en el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo. Es una colecta de voces no recogidas en el repertorio de Gervasio Adriano García-Lomas, que ya había publicado, en 1922, la primera versión de su libro sobre el dialecto montañés (Estudio del dialecto popular montañés). En ese artículo de 1927 ya nos encontramos, desde el comienzo, con el peculiar talante humano de Cossío:

Tengo la costumbre de asistir a la hila [‘tertulia de gente aldeana en torno al fuego, donde antiguamente se hilaba’; pronúnciese con h aspirada], tradicional en mi casa, provisto de un rimerillo de papeletas preparadas para anotar en ellas las palabras privativas del lenguaje aldeano, no registradas en los vocabularios regionales.

Juzgo que esta conducta puede ser de alguna utilidad, a pesar de hacer la recolección un indocto aficionado.

Hoy que me encuentro con un puñado, de alguna entidad, quiero ofrecerlas a los lexicólogos, sin más labor por mi parte que la simple copia.

Garantizo desde luego que todos los vocablos que a continuación transcribo y declaro están recogidos directamente de boca de los aldeanos, así como su significación. La localización en este valle de Tudanca es asimismo segura.

La recolección simultánea de léxico y romances fue algo habitual en el entorno de Menéndez Pidal. Sólo en una ocasión, que yo sepa, volvió Cossío a ese ámbito del léxico montañés, esta vez con un precioso artículo no ya lingüístico, sino etnolingüístico, adscribible a esa orientación metodológica de raíces germánicas que consiste en el estudio conjunto de Wörter und Sachen, palabras y cosas. Me refiero a su monografía sobre la basna (una especie de narria, un vehículo de arrastre sin ruedas) publicado en 1950 en el Homenaje a don Luis de Hoyos Sainz. Este artículo hubo de interesarle, lógicamente, a un especialista en etnografía cántabra como Fernando Gomarín, que lo reprodujo en el libro Formas de cultura y vida tradicional de los pastores y vaqueros de la región de Cantabria (1987).

Pero vamos ya al léxico taurino. Como se sabe, la idea de hacer una gran obra sobre los toros fue de Ortega, que era asesor de Espasa-Calpe; y tanto Ortega como Espasa pensaron inmediatamente que la persona adecuada para llevarla a cabo era Cossío, que ya había publicado en 1931 el estudio y antología Los toros en la poesía castellana. El encargo se produce a finales de 1934 y Cossío empieza a trabajar en 1935.

Paradójicamente, los años de la guerra civil fueron fecundos en trabajo, pues, como se sabe, Cossío los pasó enteramente en Madrid, y trabajando asiduamente en la obra, en las oficinas de Espasa. Díaz-Cañabate ha contado que un día cayó una bomba en las inmediaciones de la sede de la editorial en la calle Ríos Rosas, y que, por efecto del fogonazo, quedó completamente chamuscado el diccionario de la Academia que Cossío manejaba para sus consultas.

Había un precedente, la obra de José Sánchez de Neira, que había tenido dos ediciones: El toreo. Gran diccionario tauromáquico (1879) y Gran diccionario taurómaco (1896). Se trata de una enciclopedia taurina por orden alfabético, en la que se mezclan léxico taurino, conceptos, suertes, nombres de toreros, etcétera. A Cossío le pareció que era mejor hacer no una enciclopedia alfabética, sino una enciclopedia temática, un monumental tratado «técnico e histórico» sobre los toros. Ahora bien, lo primero que debía incluir esa enciclopedia era un léxico taurino.

El tomo I de Los toros aparece en 1943. Pero ya antes, en 1942, a modo de anticipo, y como nutrida separata o tirada aparte, aparece el Vocabulario taurino autorizado. Esto último, lo de «autorizado», es importantísimo, y demuestra el buen olfato de Cossío para la lexicografía. El diccionario taurino debía llevar textos, «autoridades», como el viejo (y primer) Diccionario de autoridades de la Academia. Las autoridades no son otra cosa que textos de autores que han empleado la palabra. Nótese que autor y autoridad, como en latín auctor y auctoritas, pertenecen a la misma familia léxica. La auctoritas emana de los auctores.

El Vocabulario taurino autorizado de Cossío reúne 1.897 palabras, lo que no está nada mal. Abrió el camino por el que luego han transitado otros, como José Carlos de Torres, en su tesis doctoral Léxico español de los toros (1989), o Luis Nieto Manjón, autor de un diccionario de términos taurinos que en su última edición (2004) reúne más de 5.000 voces.

En el mismo año 1942 Dámaso Alonso publicó una reseña del Vocabulario taurino autorizado en la Revista de Filología Española. Y es que Cossío se lo había regalado enseguida, con una dedicatoria. Se conserva el ejemplar en la biblioteca de la Academia, y tiene notas marginales de Dámaso: palabras que echa de menos y que se podrían añadir; esas palabras pasaron a la reseña.

Dámaso Alonso le hace un pequeño reproche filológico a Cossío: «Habría aumentado el valor de este vocabulario para los lingüistas la cita de edición y página de las autoridades». Pues, en efecto, Cossío —y ello pudo acaso ser decisión editorial, para evitar la sobrecarga erudita— no ofrece para las citas más que el autor y el título, y sólo da el año (pero nada más que el año) en los casos en que el texto procede de una publicación periódica. Cuando yo trabajaba en el Seminario de Lexicografía de la Academia, en la redacción del Diccionario histórico de la lengua española, lamentábamos esa falta de precisiones bibliográficas en este repertorio, pues los textos aducidos por Cossío, que eran joyas para nuestro trabajo, teníamos que datarlos y, siempre que fuera posible, compulsarlos con la fuente. Muchas veces las pesquisas eran arduas.

A la riqueza del léxico taurino ha contribuido, dice Cossío, además de la evolución misma de la Fiesta de toros, «la facundia y oportunidad de los escritores taurinos en inventar y adoptar palabras». Del gusto por la metáfora (la pasión poética y la pasión taurina van en él de la mano) ofrece Cossío un bello ejemplo: a las astas del toro, por altas y levantadas, se las ha llamado «con fácil traslación de carácter plástico», velas. Fue natural el paso de ese plural al colectivo singular velamen. Aún se podía dar un paso más, y se dio, sustituyendo este término por un sinónimo técnico de náutica, arboladura, «y así se llaman, frecuentísimamente, las cornamentas de las reses».

Es sabido que Cossío contó para Los toros con la ayuda de colaboradores. El caso más conocido es el de Miguel Hernández. Sin embargo, la confección del Vocabulario fue responsabilidad exclusiva del director de la obra: ha sido, declara en el preámbulo, su «obrero único»; y «el tiempo ha sido no largo y de inquietudes sobradas para labor de esta naturaleza», en alusión transparente a la guerra civil.

Fuera de este Vocabulario, hay un dato curioso que muestra la afición de Cossío por la lexicografía. En la Navidad de 1955 hizo un facsímil para regalar a sus amigos, con una tirada de sólo 75 ejemplares (como aquellos «libros para amigos» que había hecho años atrás). Es del rarísimo folleto de 8 páginas, de 1713, Planta y méthodo que por determinación de la Academia Española deben observar los académicos en la composición del nuevo Diccionario de la lengua castellana a fin de conseguir su mayor uniformidad. Se trata de la más antigua publicación de la Academia, destinada a servir de pauta para la confección del Diccionario de autoridades. Este facsímil —que por su corta tirada puede competir en rareza con el original— es tan perfecto que, al catalogarse en la biblioteca de la Academia el ejemplar procedente del legado de Dámaso Alonso (a quien Cossío, naturalmente, también se lo regaló), se tomó como un ejemplar del original dieciochesco. Tras mi advertencia, ahora está catalogado adecuadamente como lo que es, un facsímil.

En el tomo II de Los toros hay otro capítulo lingüístico que resulta tanto o más interesante que el Vocabulario taurino autorizado. Es el titulado «Los toros en el lenguaje», que incluye unas consideraciones iniciales de Cossío y un «Inventario antológico de frases y modismos taurinos de uso corriente en el lenguaje familiar».

Había un par de precedentes hechos por españoles, pero son dos artículos ligeros, uno de Luis Carmena y Millán (en El Tío Jindama, 1883) y otro de Leopoldo Vázquez (en Pan y toros, 1896).

Pero la deuda fundamental de Cossío para este capítulo es con dos disertaciones doctorales publicadas en Alemania, y por ello de escasísima difusión en España: la de Wilhelm Kolbe, Studie über den Einfluss der “corridas de toros” auf die spanische Umgangssprache (Berlín, 1930) y la de Wilhelm Hanisch Stierkampf und Sprache (ein Problem nationalspralicher Sonerart) (Colonia, 1931); para hacerse una idea de la rareza de ambas diré que de la primera he localizado sólo tres ejemplares en bibliotecas españolas (una de ellas, la de la Real Academia Española) y de la segunda, ninguno. Como el propio Cossío reconoce, para el inventario de frases y modismos que publica en el segundo tomo de Los toros sigue de cerca la organización por grupos establecida por Kolbe. Este ofrecía «autoridades», ejemplos textuales, lo que avalora enormemente su trabajo, pero Cossío, en cambio, prescindió de citas para este repertorio, y es una lástima.

En definitiva, lo que uno y otro se proponían mostrar es la profunda influencia del léxico taurino en el lenguaje corriente español. El empleo traslaticio de palabras y locuciones taurinas en nuestra lengua es de tal magnitud, está tan incardinado en el uso, —así lo estudió muy bien Andrés Amorós en un libro de 1990, Lenguaje taurino y sociedad— que hasta los más recalcitrantes antitaurinos le rinden hoy el tributo del uso sin ser conscientes de ello, sin percatarse, muchas veces, del origen de expresiones que manejan.

He aquí una muestra extraída de Kolbe y Cossío: dar cornadas al viento, entre los cuernos del toro, ver los toros desde la barrera, tirarse al ruedo, torear (a alguien), novillero (persona poco experimentada en cualquier profesión), de cartel, dar o tomar la alternativa, para su capote, apretarse los machos, acudir o entrar al trapo, farolear, dar largas, una larga cambiada, echar un capote, estar al quite, escurrir el bulto, poner en suerte, puya (ataque incisivo), dormirse en la suerte, crecerse en el castigo, los trastos de matar, un brindis al sol, tener mano izquierda, fuera de cacho, pinchar en hueso, bajonazo, ser algo un descabello (y de ahí descabellado), dar la puntilla, dejar o estar para el arrastre, saltarse a la torera, cogerle a uno el toro, dar un revolcón, un mano a mano, cortarse la coleta

Estudiando yo en una ocasión la alternancia entre las locuciones de estampida y de estampía, pude establecer que esta última surgió de la primera en el segundo cuarto del siglo XIX, y lo hizo, con toda seguridad, en los medios taurinos (frecuentemente el toro sale de estampida o de estampía). Así pues, la pérdida de la d se explica por el difuso andalucismo, o si se prefiere mero popularismo, que es consustancial a esos medios. Compárese con los casos de dar la espantada > dar la espantá, un embolado > un embolao o la frase proverbializada más cornás da el hambre. La influencia en la lengua española de las crónicas taurinas de prensa ha sido sencillamente extraordinaria.

Algunos militan hoy en pro de la desaparición de la Fiesta de toros. Ocurra lo que ocurra, perdurará la huella que ha dejado en el idioma. Y si podemos conocer esa impronta es gracias a la meritoria labor de quienes, como don José María de Cossío, contribuyeron a desentrañarla.

 

Pedro Álvarez de Miranda es filólogo y miembro de la Real Academia Española

CUARTO AÑO. NUMERO NUEVE. INVIERNO. ENERO – ABRIL. 2020