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Esto ya no es lo que era

A los toros me gusta ir solo. A veces acabo comentando los pormenores de la corrida con absolutos desconocidos en el tendido. Si acudo dos días seguidos a la misma plaza, pongamos Las Ventas, no repito en la misma localidad, ni siquiera en el mismo tendido. Prefiero fluctuar por las distintas localidades que ofrece el coso —lo mismo me da que sea en tendido de sol o de sombra, en tendido alto o bajo—, a la búsqueda siempre de ese viejo e impenitente aficionado que, a la mínima ocasión, se desahoga contándote que «esto ya no es lo que era». Llevo años comprobando que hay quien se acerca a la plaza religiosamente año tras año, San Isidro tras San Isidro, para constatar en primera persona la decadencia de la Fiesta. Y si por casualidad acontece algo extraordinario en el ruedo, siempre podrán negar estos agoreros las virtudes tanto de los toros como de los toreros modernos. La pregunta es: ¿por qué siguen acudiendo a la plaza estos seres enajenados que no son capaces de percibir lo que pasa delante de sus propias narices? Por pura nostalgia, cabe pensar; y también, por qué no decirlo, para negar a los que son más jóvenes la posibilidad de disfrutar de algo tan extraordinario como aquello que ellos sí tuvieron la fortuna de disfrutar en sus años mozos. Esta obtusa negación de las evidencias es tan antigua como la propia historia de las corridas.

Así es el público de toros, y así lo reconocía hace ahora un siglo el crítico taurino Tomás Orts (Uno al Sesgo), cuando escribía: «Los viejos nos avenimos difícilmente con las novedades, acaso porque algo nos dice que no nos pertenecen por completo, pues no es nuestro aquello que no podemos disfrutar del todo». ¿Y por qué no lo pueden disfrutar del todo?, me preguntaba yo la tarde en la que tuve la ocasión de ver a Roca Rey desorejar a un mansito de Parladé que desarrolló casta y se vino arriba en la muleta. El torero peruano puso la plaza bocabajo en la mejor faena de muleta que se ha visto este año en Madrid; además, mató a ese toro de una gran estocada en corto y por derecho. Y aun así hubo algunos que le negaron. Entre ellos, un viejo aficionado cascarrabias que, sentado a mi lado en un tendido bajo del 3, no estaba de ninguna manera dispuesto a que toda la plaza le llevara la contraria, faltaría más.

Para que uno de estos personajes tan pintorescos pueda disfrutar en un tendido con una de las figuras actuales, se tienen que dar una serie de circunstancias que con la edad se van atenuando en la mayoría de los casos. Así, los años van creando en las personas, por vía de compensación, un consolador desdén por lo que ya no les resulta asequible, al mismo tiempo que se refugian en un pasado que la imaginación embellece para consuelo de la inevitable decrepitud. En todo esto resuena una constante conservadora. Al fin y al cabo, como sagazmente señaló Oscar Wilde, no regresamos al origen porque el pasado sea mejor, sino porque no podemos cambiarlo; no es tanto su calidad, sino su seguridad, lo que nos lleva a enaltecerlo.

Escribe Tomás Orts: «Cuando yo era joven oía hablar a Sánchez de Neira y leía en sus escritos que el toreo había perdido todas sus características, y que los toros ya no eran toros, ni los toreros toreros». Recordemos que José Sánchez de Neira (1823-1898), autor de El toreo, escribió en la época de plena competencia entre Lagartijo y Frascuelo, a los que consideraba ya en su tiempo como toreros decadentes. Aquel mismo diagnóstico que hacía Sánchez de Neira a finales del siglo xix parece perseguir a algunos (malos) aficionados a lo largo de toda una vida viendo toros. En cualquier caso, al final, la pregunta que cabe hacerse hoy es la misma que se hacía en su época Tomás Orts: «Pero señor, ¿cuándo fueron los toros toros y los toreros toreros?»

Son curiosas las jugarretas que gasta nuestra frágil y caprichosa memoria. La «edad de oro» siempre está en el pasado, en la niñez y primera juventud de cada uno de nosotros, porque el recuerdo y la constante rememoración del mito agrandan la figura pasada en detrimento de la actual. Por eso algunos pocos no quisieron ver aquella gran faena de Roca Rey al toro de Parladé, porque el viejo aficionado se sienta en el tendido para constatar una vez más que, efectivamente, «esto ya no es lo que era».

 

El Tato, aficionado impenitente y desclasado

CUARTO AÑO. NUMERO NUEVE. INVIERNO. ENERO – ABRIL. 2020