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En defensa de Parladé (y del ganadero moderno)

Isabel Muñoz

Los toros están en peligro por razones ambientales y estructurales cuando menos lo están por razones artísticas. El siglo xxi ha sido un período de contracción en número de espectáculos y de expansión en sus motivos de atracción, hasta el extremo de que el toro de lidia ha alcanzado una plenitud en términos de bravura, de casta y de regularidad.

 

Los viejos toreros y los nuevos ganaderos —o al revés— no recuerdan un período de gracia como el presente. Nunca ha salido un toro más íntegro que el actual ni más versátil, resistente ni exigente. No proliferan los encastes, es verdad. Y vivimos en los tiempos de la hegemonía de Parladé-Vistahermosa, la sangre de la que manan casi todos los hierros, pero la homogeneidad del tronco no contradice la heterogeneidad de sus extremidades.

 

La familia Domecq abastece las temporadas taurinas con los hierros propios y con los derivados, muchos de estos últimos ya diferenciados en un tipo y en una idiosincrasia. No es lo mismo Garcigrande que Núñez del Cuvillo, ni Victoriano del Río que Fuente Ymbro, por mucho que unas y otras divisas provengan del mismo manantial genético.

 

Nuestras dehesas se han atomizado. Hay otros encastes que resisten a la hegemonía de Parladé —los «núñez» de Alcurrucén, los «santacolomas» de Ana Romero y de La Quinta, los «saltillos» de Victorino Martín, los «murubes» de Capea—, pero las ganaderías de origen Domecq han corregido muchos de los antiguos defectos —las caídas, la falta de trapío— y han perfeccionado sus virtudes: la nobleza, el fondo, la clase.

 

Quiere decirse que la mala salud de la tauromaquia nada tiene que ver con la buena salud de la cabaña brava. No sólo por los criterios de selección exigentes, por los avances en la alimentación, por la sofisticación de la genética, por la disciplina atlética con que se estrenan a las reses, sino porque la disminución del número de espectáculos explica que haya prevalecido el criterio de la calidad sobre la cantidad.

 

La criba ha sido implacable con algunas ganaderías históricas, del mismo modo que el Covid ha tenido un impacto feroz en otras, pero las crisis también han sido necesarias para relativizar la proliferación de divisas «modernas» e impostoras que habían aparecido en la época de la bonanza económica para vanagloria de los criadores esnobs.

 

Ser ganadero facultaba la distinción social, prestigio aristocrático, cuando no el arribismo. Las ganaderías que se multiplicaron en los «felices noventa» tanto reciclaron dinero de dudosa procedencia como predispusieron la irrupción de los millonarios del ladrillo, muchos de ellos involucrados en una escalada de vanidad que los blanqueaba.

 

Lejos de aquellos esplendores, la ganadería contemporánea es rentable en muy pocos casos. Y es casi imposible llevarla adelante si las cuentas comprenden la hipoteca de la finca o no se acompañan de una explotación más ambiciosa (agrícola, porcina), aunque estas limitaciones no contradicen la calidad del ganado que se lidia ni la vocación de los criadores en el camino de perfección.

 

Porque prevalece un ejercicio no tanto de altruismo como de gratificación personal. El premio del ganadero de reses bravas consiste en la forma de vida, en el disfrute ambiental, incluso en la reputación que pueda proporcionarle la persecución de una quimera —el toro bravo, en sentido absoluto—, de tal manera que las crisis propias y las sobrevenidas han ido perfilando un arquetipo de criador de reses bravas a quien identifican la pasión y la resistencia.