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Atrevido

Fue una mala época para Antoñete. Se acaba de separar de su mujer. De su casa se fue con lo puesto. Sin dinero y, lo que es peor, sin contratos. Era principios del año 1965 y en el mundo del toro ya nadie se acordaba de aquel torero que toreaba tan puro y con tanta verdad. Torearía muy puro, pero era un torero olvidado, ensimismado, derrotado y sin tabaco.

Antoñete tenía treinta y tres años y su carrera parecía acabada. Tanto que pensó que su única salida era hacerse banderillero. Decía que un par de amigos, uno de ellos el padre de Juan Mora, le pusieron en bastantes festivales en pueblos extremeños. Así ganaba unos duros y no olvidaba que era torero. Luego llegó la primavera y, con ella, las ferias: Sevilla, Madrid… sin que su nombre apareciese en ningún cartel. «No había más remedio que hacerse banderillero. Algo tenía que hacer para sobrevivir y yo no conocía otro oficio que el de torero».

Era una opción complicada porque en un festival en el que se decidió a poner un par de banderillas, clavó una en el ruedo y la otra en un ojo del novillo. Pero no había otra. Ni era el primer torero que tenía que abandonar su sueño, ni sería el último.

El verano de 1965 fue caluroso, mucho. En uno de esos días de mucho calor, se acercó por los corrales de Las Ventas y le comentó la idea a Paco Parejo, su cuñado, su descubridor y su mentor. A Parejo aquello no le hizo ninguna gracia, así que cogió a Antonio del brazo y lo llevó a un corral de los grandes, donde había un corridón de toros. Una de esas clásicas corridas que entonces se lidiaban en la canícula madrileña. «Una tía», en lenguaje castizo y taurino.

La corrida, de Félix Cameno (encaste Murube) estaba destinada para tres modestos, pero Paco estaba dispuesto a hablar con la empresa para que, en el cartel, incluyesen a Antoñete. Y lo hizo. «Dos toreros modestos y otro olvidado», decía El Ruedo en su reseña. Tiempo habría de coger los palos si la cosa no salía bien, como era lo más probable.

8 de agosto de 1965. Seis toros de Félix Cameno para Antoñete, un mexicano, El Estudiante, y la confirmación de alternativa de Pepe Osuna. Los toros, en líneas generales, fueron gordos, mansos y nobles. Antoñete, lo cuenta Molés, echó por delante el toro más feo y le montó un lío gordo. Una faena de las suyas con lo que está dicho todo. La estocada hizo guardia y perdió las dos orejas que tenía bien ganadas. Mala suerte. Pero en el cuarto de la tarde la suerte cambió de sino, y tras la faena vino la gran estocada (la estocada ha sido el santo y seña de los toreros valientes, y Antoñete siempre lo fue). Otra gran faena, esta vez rematada con el estoque y las dos orejas en sus manos. «Me salvó la campana en el último segundo. Cuando corté las orejas miré a mi cuñado y abrió los brazos, como diciéndome: ¿Ves cómo valía la pena esperar una semana? Y ya no tuve que aprender a poner banderillas para hacerme subalterno».

Pero, como decía El Ruedo, no es fácil encerrarse de buenas a primeras con un toro en Madrid, sabiendo que un traspiés puede ser el hundimiento total y un éxito apenas puede servir para una «piadosa» sustitución.

Después de Madrid, Antoñete se acarteló en Talavera con El Cordobés y Andrés Vázquez, y en Toledo, con El Viti y El Cordobés. Triunfó las dos tardes y le llamó don Livinio Stuyck para que volviese a Madrid a finales de ese mes. La corrida era de encaste Albaserrada, lo que a Chenel no le acabó de convencer, sobre todo cuando, ahora sí, le estaban saliendo contratos. Pero eso era lo que la empresa de Madrid le ofrecía. Torear una corrida grande y dura u olvidarse de Madrid para los restos.

Antoñete volvió a Las Ventas el día 22 de agosto a torear una corrida de Escudero Calvo Hermanos: «Cinco años tenían los seis toros, y toda la sabiduría del mundo, que en lenguaje toril se llama sentido. Mansos también eran, aunque cumplieron con su obligación tomando más de veinte varas en total». El torero de Madrid estuvo bien, preparó los dos toros para la muerte —o sea, lidió— y los liquidó de sendos espadazos. Salvó la papeleta.

Por eso volvió a Madrid en septiembre, a la Feria de Otoño, y ahora con una interesante oferta:

—Antonio, si cortas una oreja, te pongo en la próxima Feria de San Isidro.

—¿Cuántas tardes, don Livinio?

—Si cortas una oreja, dos tardes.

Otra corrida de Félix Cameno, otro buen toro y otro buena faena de Antoñete, coronada por otra excelente estocada. Misión cumplida y oreja en el esportón. Una oreja que valía por dos tardes, dos, en San Isidro. Una corrida buena y una mala. La buena, una de Felipe Bartolomé (Santa Coloma) con El Cordobés, y la mala (¿?), una corrida de Osborne (sangre veragueña) con Victoriano Valencia y Fermín Murillo.

Pero la mala traía sorpresa y escondía premio, porque en ella venía un toro ensabanado que causó verdadera sensación en el Batán. Se llamaba Atrevido y la gente lo bautizó como el «toro blanco».

Lo que ocurrió esa tarde, la tarde del «toro blanco» de Osborne, forma ya parte de la historia del toreo. Una historia que todo el mundo conoce.

JOSÉ MORENTE es arquitecto y autor
del blog taurino La razón incorpórea