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Chenel y oro

Quienes tienen suficiente edad como para haberlo visto más allá del blanco y negro filmado aseguran que Antonio Chenel Antoñete iba vestido de salmón con oro y que el toro blanco de Osborne era en realidad un berrendo en negro, alunarado y botinero (como se ve en las pelis). En México, los de mi edad lo vimos de goyesco en una rara corrida con Curro Romero en Pachuca, la ciudad que llaman la bella airosa, sin saber que esos dos señores ya mayores se aparecieron por allí para templar el viento: uno con un capotillo que parecía souvenir y el otro con un mechón de canas que ya parecía extenderse sobre su cráneo como capote de paseo. Luego, ya sin edades ni tiempo, hemos visto a Antoñete forjar un milagro en una corrida de la tercera edad donde le faltaba el aire, pero no el arte, y ese milagro intemporal que quedó para siempre en Las Ventas… vestido de Chenel y oro.

Que no es lila la fragancia que destila la eternidad, sino un raro perfume con voz de tabaco negro y del triunfo en un descapotable que va y viene por la Gran Vía y la serenidad silenciosa de quien habla en secreto con un semental ya manso a la sombra de su propia biografía. Que no es salmón el terno del milagro con el toro blanco ni los demás colores de todos los vestidos en que Antoñete se vistió de Chenel para citar de frente en verónicas que no lo parecían hasta que la media quebraba no sólo su cintura, sino el eje del planeta, y son todos Chenel con oro los vestidos de quien citaba de lejos, de tercio a tercio, para embarcar desde el momento de la reunión la mágica trigonometría del temple que manda muy lejos a la muerte. Tan lejos que así pasen los años, seguiremos creyendo ver en cualquier atardecer de Madrid la tonalidad inconfundible de lila y oro con el que los días le pegan un pase de la firma a cada una de las noches donde hemos de volver a soñarlo en blanco y negro.

Jorge F. Hernández es escritor