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¿Por qué somos de ANTOÑETE?

En el territorio de mi infancia —Barcelona años cincuenta— habitaban dos héroes: Kubala y Chamaco. Uno, el rubio futbolista de fornido cuerpo, piernas de pedernal y técnica sublime, había huido de su Hungría natal «atravesando» el Telón de Acero en un viaje rocambolesco que acabó en fichaje por el Barça en 1951 y obligando, seis años después, a inaugurar un nuevo estadio, el Camp Nou, pues el de Les Corts se había quedado pequeño a su reclamo. El otro, enjuto y cetrino chaval onubense, debutó como novillero en La Monumental en 1954, y ese año toreó veinticuatro tardes en Barcelona, donde tres años después tomó la alternativa, convertida la ciudad al «chamaquismo».

El ágora de Canaletas, la fuente inicio o final de Las Ramblas, según se baje en dirección al puerto o se suba desde él al centro de la ciudad, era, entonces, un espacio de libertad (sic) en la España gris de la dictadura. Y en aquellos corrillos se hablaba, sobre todo, de fútbol y toros. Se hablaba de Kubala y Chamaco.

A Kubala —y a diez más— y a Chamaco —y a dos más— acudía a verlos en mi niñez y de la mano de mis padres (mi madre sólo venía a los toros), si la economía familiar lo permitía, los domingos de fútbol y las tardes de toros. Y para siempre se quedaron en la memoria sentimental de mi alma.

En 1953 tomaba la alternativa el madrileño Antonio Chenel Antoñete en Castellón, la misma ciudad donde —guiño del destino, o no— había pasado la Guerra Civil.

Antoñete, hijo de «vencidos» en la Guerra Civil, jamás abdicó de sus orígenes: «Yo siempre he sido rogelio, de los perdedores, de los del color de la sangre», según recoge Manolo Molés en su libro Antoñete, el maestro.

En el discurrir de la vida, tanto el fútbol (el Barça) como los toros han seguido conmigo y tanto una afición —quizás debería escribir pasión— como otra me han deparado alegrías y sinsabores. Por el Barça han pasado grandiosos jugadores, y en las plazas de toros, no sólo Las Arenas y La Monumental de mi ciudad, hasta que la política y la sinrazón cercenó la libertad, he podido disfrutar de figuras de época.

Y si digo Messi y José Tomás lo resumo todo.

Pero…

El día de San Isidro de 1966, Antoñete y Atrevido se encontraron en Las Ventas. El diestro del mechón blanco y un «toro blanco» —que no era tal, sino ensabanao— de Osborne redescubrieron el toreo cabal ante la cátedra. Al día siguiente los diarios, la crítica taurina, intentaban explicar el milagro. Y mi padre, tan madrileño y tan rojo —esto segundo, más, creo— como Antoñete, las leía en voz alta con emoción contagiosa. Ya serenado el ánimo me explicó que Antoñete era «su torero», un acto de fe del que no había abjurado a pesar de los avatares de la carrera profesional y personal —tan ligadas— del torero, al que yo aún no había visto nunca torear. Y me contó una anécdota personal que, con pudor, traigo aquí.

En el viaje de novios de mis padres, travesía Barcelona-Palma de Mallorca, mi padre vio a Antoñete en el bar del barco y se acercó a él para saludarle. El saludo duró prácticamente todo el viaje.

¿De qué hablarían en esas horas de la madrugada, envueltos en el humo de los cigarrillos y —quizás— con una copa de coñac en la mano, el maestro y mi padre, que no se conocían pero tanto compartían? Mi padre, madrileño bautizado en San Ginés y quince años mayor que Antoñete, iba a los toros desde pequeño, de la mano de mi abuelo —los abuelos, los padres…, una historia que se repetía y ¡ay! no debería perderse— a la antigua Plaza de la Carretera de Aragón y allí forjó una afición que mantuvo hasta el final de sus días. Mi padre, como Antoñete, perdió la guerra, no sin resistir hasta el último día en el frente madrileño. De cárcel en cárcel transcurrieron los años siguientes, hasta, ya a final de la década de 1940, encontrar en Barcelona el que sería su lugar en el mundo. Y en Barcelona vio los primeros pasos como novillero de Antoñete. Era la Barcelona de don Pedro Balañá, Las Arenas y La Monumental. La ciudad del mundo que más corridas daba, de febrero a noviembre, a plazas llenas y con los más grandes de la época. La Barcelona en la que Manolete toreó más de setenta tardes.

Un año antes del referido encuentro en bar del barco, Antoñete había debutado en Barcelona, apuesta y promesa de Balañá que el torero correspondió en su segundo toro con el toreo que ya entonces era marca de la casa: suerte cargada y la pata lante. Y Balañá, claro, lo repitió a los pocos días. Los huesos, los frágiles huesos del torero, crujieron en un tobillo y hubieron de pasar los meses para regresar a La Monumental. Un regreso triunfal y una repetición a lo grande, con corte de orejas, rabo y pata. Barcelona era ya «antoñetista». Tanto que don Pedro lo contrató para la Feria de la Mercè, ¡y toda la semana siguiente! Pero los huesos, de nuevos los huesos (el hombro esta vez) lo dejan en sólo una corrida.
Y en esas novilladas de Antoñete en Barcelona estuvo mi padre. De ahí el saludo y la larga conversación marinera entre ambos.

A mi padre, me contó en su día, le fascinaba Antoñete. Como ser humano y como torero. A partes iguales.

Del ser humano valoraba su biografía, se reconocía en su bohemia.

Del torero las formas recias, rotundas, clásicas, expresadas —y de qué forma— en el «parar, mandar, templar… y cargar la suerte».

Los cuatro verbos fundamentales del toreo que Antoñete expresaba en su máxima dimensión. A ello añadía su inmenso conocimiento del toro (algo que tantas nuevas generaciones de aficionados agradecerían en sus labores de comentarista televisivo).

Después del suceso de Atrevido volvieron los altibajos, las cogidas, las lesiones —esos huesos de cristal producto de las hambres pasadas—, una retirada en 1975, un reencuentro con el toreo dos años después en Venezuela… Y yo seguía sin ver a Antoñete.

Hasta su regreso a España, año 1981, y con más de medio siglo sobre su castigado cuerpo. Entre ese año y 1985, el de su nueva retirada (tampoco definitiva), sí vi —mucho— a Antoñete. Y me hice de Antoñete, como ya era mi padre desde siempre.
Coincidió ese esplendor con los años de la Movida, el primer gobierno socialista desde la Guerra Civil y unas libertades recuperadas, algunas, ¡ay!, traicionadas al poco. Y en esa efervescencia, cada tarde de Antoñete, fueran bien o no tanto las cosas, eran para mi padre y para mí una celebración, una reivindicación.

El torero del mechón blanco y el corazón rojo que tenía en la mano izquierda —no iba a ser en la derecha— la verdad eterna del toreo. El torero que, apenas iniciada la faena, se distanciaba del toro, citaba de frente, el corazón y el pecho por delante, un golpecito con el estoque simulado sobre la muleta planchá —¡jé, toro!—, el galope del animal, las zapatillas asentadas, recogida la embestida, conducida y templada hasta el giro tras la (martirizada) cadera y, sin perder un paso, sin rectificar terrenos, ligar series de cuatro, cinco, naturales como catedrales, para rematar con el pase de pecho hondo y largo o el trincherazo rotundo y sublime.

El último día de septiembre de 1985 Antoñete volvió a decir adiós —no sería el último—, anunciándose mano a mano con Curro Vázquez en su plaza de Las Ventas. Un saldo ganadero (UGT llegó a culpar de ello al empresario Manolo Chopera, también apoderado de Antoñete) que no permitió al maestro el mínimo resquicio no ya para el triunfo, que nada aportaba, sino para el toreo. Por eso, cuando pese a todo, al finalizar la corrida la multitud bajó al ruedo para sacarlo a hombros, ante la pantalla del televisor, entre lágrimas los dos, mi padre y yo nos abrazamos. La pregunta ¿papá, por qué somos de Antoñete? tenía ahí la respuesta.

Antoñete y mi padre murieron el mismo año. Y ahora que se cumple una década de ello, alzo mi copa y brindo por ellos, siempre rebelados contra el destino. Con torería y cargando la suerte.

Paco March es periodista y crítico taurino