m
Post Recientes

Torero de leyenda

Por muchas razones de índole estrictamente taurinas y de orden personal, Antoñete ha sido el primero de mis toreros. Tuve el privilegio de presenciar algunas de sus mejores tardes y sus más rotundas faenas en Las Ventas, como la del toro de Félix Cameno, en agosto de 1965, la del toro Atrevido de José Luis Osborne, en mayo de 1966, o la tarde del 3 de junio de 1982, con el toro de Juan Andrés Garzón, por citar sólo tres de sus más ejemplares y emblemáticas actuaciones. Antoñete ha sido el único torero que ha conseguido que un vecino de localidad me pidiera moderación ante mis acalorados «oles». Fue la tarde de su primera despedida, en septiembre de 1975, cuando lidió seis toros y a uno de ellos, de la ganadería salmantina de Sánchez Fabrés, le cortó una oreja.

Mi debilidad por Antoñete se basa en la comprensión y en la admiración de su personalidad, porque ha interpretado el toreo desde un respeto al más rotundo clasicismo. Chenel ha sido un gran intérprete de la verónica, excelso en la media, enroscándose el toro a la cadera, y ha toreado con la muleta con una gran pureza por ambos pitones. Su muleta ha volado siempre tersa, ampulosa, conjugando su tamaño con el volumen del toro. Su pase de pecho ha sido consecuencia de su cambio de mano por detrás en el derechazo y de un leve giro cuando toreaba al natural, quedándose en posición para enlazar el de pecho, dándole al toro la salida natural y consecuencia de hacer coincidir el pase con la pierna contraria adelantada y en la trayectoria del toro. Se ha adornado lo justo, tanto en el inicio de sus faenas como en la conclusión de éstas, siendo rotundo en el trincherazo por bajo y austero en el desplante. Y ha matado conforme a las reglas del volapié, sin alivio ni descuadre ante la cara del toro.

Me ha encantado su mando en la plaza con las cuadrillas, instando siempre a sus peones de confianza con un simple gesto para dejar al toro a su aire, sin capotazos excesivos. Y me ha entusiasmado siempre la escenificación de sus cites, ya fueran de lejos como de cercanía, su forma de encajar el cuerpo en el embroque con la embestida del toro. También me ha parecido muy suyo el ligero giro con el que se colocaba para el siguiente muletazo una vez que el toro había pasado.
No vi apenas al primer Antoñete, que prácticamente desapareció de los ruedos a finales de los años cincuenta, en silencio, y fui privilegiado testigo de la que en mi opinión fue su mejor etapa, la que comprende los años de 1965 a 1967. Admiré también su espectacular retorno en 1981, plasmada en su gran triunfo en 1982 con el toro de Garzón, hasta su nueva retirada —triste y desangelada, por cierto— el 30 de septiembre de 1985, «mano a mano» con Curro Vázquez. Esa tarde salí de la plaza al mismo tiempo que los aficionados le sacaban a hombros, pese a no haber cortado oreja alguna por el mal juego de los toros. Le vi salir a hombros —lila y oro el vestido de torear— desde las escaleras que suben a la calle Julio Camba, con la melancólica sensación de que se iba el toreo que interpretaba el toreo como yo lo sentía. El inolvidable aficionado burgalés Julián Campo acertó a definir nuestra orfandad con la frase: «Al toreo le falta un mechón», al igual que Ignacio Álvarez Vara Barquerito acertó a definir al torero como «Chenel n.º 5», fiel reflejo del perfume y aroma de su toreo.

Pero ya no le seguí en su última reaparición, pues entendía que, ya sin condición física, el torero estaba difuminando su trayectoria, hecho que se vio confirmado en su triste despedida en la plaza de toros de Burgos, en junio de 2001, cuando apoyado en la barrera se apreciaba que sus pulmones intoxicados de tanto cigarrillo se negaban ya a oxigenar un organismo castigado por la vida. Pocos meses después, el 11 de septiembre de 2001, compartí con él un memorable almuerzo en el restaurante Casa Salvador, el mismo día en que el fanatismo islámico decidió enviar a varios kamikazes aéreos para destruir las Torres Gemelas de Nueva York, símbolo de nuestra civilización occidental.

El destino quiso que justo hace ahora diez años, siendo director gerente de Asuntos Taurinos de la Comunidad de Madrid, tuviera el honor de organizar su velatorio en la plaza de Las Ventas, su casa, accediendo así a su postrera voluntad.
Antoñete ha tenido el atractivo de quien es sensible al desánimo y la melancolía, por eso ha sido un torero de culto para varias generaciones y no sólo de aficionados, sino también de actores, escritores, artistas y una cierta bohemia cultural. Porque Chenel ha sido un apasionante bohemio que ha dejado ir a su aire a la vida, a su profesión, a sus dotes, a su destino. Por todo ello, Antoñete es leyenda del toreo y de un tiempo.

Carlos Abella es escritor