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Por gaoneras

Ese telón que abruptamente se pliega, al filo de la adrenalina, cuando el torero jala las puntas de su capote como el mago que arrebata un mantel de manera tan rápida que queda intacta la vajilla y sus cubiertos sobre la mesa, o bien ese arrebato con el que desaparece el capote a las espaldas del espada, una vez que pasan las dagas de la encornadura. En fin, ese temerario quite que se ha redefinido en tiempos posmodernos con estatuas inamovibles, toreros inmóviles ante la tempestad de las embestidas y demás calificativos para el trapazo no son gaoneras en estricta etimología de la suerte.

 

El auténtico quite por gaoneras empieza desde la manera en que el torero se echa el capote a la espalda, como quien inicia una tafallera y termina adornado con un inmenso pétalo de percal que le rodea la cintura del vestido por la espalda, y no ese lento y sensual caracoleo en cámara lenta con el que los toreros del siglo xxi pasan la capa a sus espaldas, a varios metros del toro, para crear unos instantes de dramática insinuación en los tendidos. Colocado el capote a la espalda, aún hay necios que insisten en pronosticar un «quite de frente por detrás» con leve mala leche, pues bien podríamos presenciar fregolinas o bien, gaoneras (ambos de origen mexicano), pero en el caso que nos ocupa: un milagro que exige temple, postura y donaire.

 

Don Rodolfo Gaona, el «indio grande» de México, aunque hablaba como andaluz, alternó en pares con José Gómez Ortega y Juan Belmonte; derramaba elegancia hasta en la forma de mover una zapatilla y firma el quite bautizado en su nombre porque lo realizaba adelantando la pierna contraria a cada embestida y llevaba embebido en el engaño a los toros en un quite que parecía pase de muleta. Por lo mismo, en la famosa corrida del Centenario de la Independencia de México, el gran Rodolfo tuvo a bien pegar una tanda de muletazos, con la franela a la espalda, como si también toreara por gaoneras con su muleta. Nadie sabe si allí se oculta el aroma que provocó la creación de manoletinas tiempo después, aunque el monstruo de Córdoba girara a pies juntos, vaciando el engaño por arriba, pero lo cierto es que al amanecer del siglo xxi pocos giran en las manoletinas y casi nadie lleva templada la embestida en un lance que —llevando los vuelos a la espalda—sincroniza entre torero y toro una epifanía: la capa como flor y el toro formando el Infinito. Diga si no es así quien lo intente con la toalla al filo de la ducha.

 

 

Jorge F. Hernández es escritor