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Ser aficionado (y parecerlo)

A Ernest Hemingway, que era americano, la corrida de toros le pareció un espectáculo tan complejo que tuvo que esperar cinco años, y hubiera preferido diez, para escribir sobre ella. Quien esto firma cumple más de seis décadas de una afición que empezó —como en tantos otros casos— de la mano de mi padre, con quien acudía, feliz y emocionado, a las dos plazas de toros de mi ciudad, Barcelona, que en aquellos años más festejos daba de entre todas las del planeta de los toros. Mucho he visto, algo he aprendido.

La lidia, el toreo, es un bello y arriesgado pulso entre el toro y el torero. De su feliz término depende el éxito, pues se basa en la mágica liturgia de una ceremonia sacrificial en la que, en cada pase, el héroe (el torero), burla la muerte y, por lo tanto, cobra más vida.

Pese a la creencia de muchos aficionados, que piensan que la lidia tiene que ser una imposición de la voluntad del torero, no siempre debe ser así. Lidiar es negociar, consensuar, someter al toro o aliviarlo, acosar o ampliar distancias.

Decía don Antonio Bienvenida: «Hay toros a los que hay que quitarles las querencias y a otros dárselas». Lo importante para el aficionado es ir descubriendo este juego con talante abierto. Es importante, sí, tener buena cabeza de torero; tanto como ser buen aficionado, pero como decía —guasón— el Papa Negro: «Es más difícil hacer un buen aficionado que un torero regular».

Recojo aquí lo que el escritor hispano-mexicano-francés Max Aub, en su monumental obra El laberinto mágico —en una de las novelas que la conforman, Campo cerrado— pone en boca del protagonista, un aficionado a carta cabal, la definición de su ideal de torero: «El torero, de estatura mediano, quieto, esperando; dándole a los brazos lo que es de los brazos, salida; a los puños lo que es de los vientos, gracia; a la cintura lo que es del agua, desliz; a las piernas lo que es de las piedras, quietud».

La visión de una corrida de toros sugiere tal cúmulo de sensaciones e interrogantes que, acabado el festejo, parece que haya sido uno mismo el que ha estado ahí, en el ruedo, y no en la prudente distancia de su localidad en el tendido, desde donde nos dedicamos a escudriñar en nuestro concepto de lo que es torear.

El aficionado suele ser dogmático, unilateral y, casi, intolerante. Aunque también los hay de buen talante, que disfrutan de la conversación con el vecino de tendido, celebran la maravillosa celeridad con que se despeja el concurrido callejón cuando salta un toro y hasta son capaces de sacar el blanco pañuelo para solicitar trofeos, unidos así en la democrática ignorancia de los espectadores de ocasión. Añádase a ello la influencia de la plaza en la psicología del público, pues cada una de ellas parece propiciar el comportamiento colectivo. No es lo mismo, por ejemplo, la alguacilesca y maniática plaza de Las Ventas (coso más de lucimiento de la «afición cabal» y la crítica taurina) que las festivas y amables plazas y ferias del litoral mediterráneo.

Para el espectador taurino habitual, para el aficionado —así, a secas, sin aditivos—, las corridas son un poco como la Navidad, una tibia ilusión que aún resplandece sobre un fondo de oscuro desengaño. Y tengo la impresión de que el número de corridas que puede permitirse un aficionado no carece de límite, hasta el punto de que uno empieza entonces a preocuparse cada vez más por el fraude del festejo, lo que indica que ha llegado el momento del retiro o de dedicarse a la crítica taurina. También de repartir carnés de afisionao desde el anonimato de las redes sociales que todo lo emponzoñan.

 

Paco March es periodista y crítico taurino