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Antonio Bienvenida

Este año es el centenario del nacimiento de Antonio Bienvenida, un torero inolvidable y, como otras figuras del toreo, una personalidad de la historia de la España del siglo xx, símbolo de una dinastía, de unos valores y de una manera generosa y noble de entender la vida.

Aunque vi torear pocas veces a Antonio Bienvenida, en todas ellas aprecié una cualidad que todo el toreo le ha reconocido y que forma parte de mi esquema de valores: la naturalidad y la torería. Y a ellas añado, como ocurre con muchos de los toreros artistas, valor, porque Antonio Bienvenida supo superar graves cornadas en momentos difíciles de su trayectoria: una muy grave en Barcelona en 1942, recién tomada la alternativa en el vientre, y otra que sufrió en el cuello en Las Ventas en 1958.

Le vi conceder la alternativa a Victoriano Valencia en La Monumental de Barcelona el 15 de agosto de 1958, cuando yo tenía once años, y también cuando el 2 de octubre de 1960 —alternando con José María Clavel y Joaquín Bernadó— toreó la corrida de despedida de Mario Cabré, aquel torero, poeta, actor y bohemio cuya verónica de manos bajas deslumbraría hoy a los nuevos aficionados.

Presencié en Las Ventas el festival a beneficio de los damnificados del terremoto del Perú, mano a mano con Luis Miguel Dominguín, que animó a los dos a reaparecer en 1971. No viví su última etapa por mi ausencia de España entre 1971 y 1974, y en la memoria de los aficionados e historiadores taurinos están sus muchas tardes en Las Ventas, cuando lidió toros de Victorino Martín con el recientemente desaparecido Andrés Vázquez.

Me encantaba verle en el ruedo, tanto cuando estaba delante del toro como cuando estaba atento a la actuación de sus compañeros y a un posible quite. Tuvo su toreo ese inconfundible sabor de los toreros de escuela familiar, que dicen el toreo distinto, con otro aire, y que saben lo que significa ser torero en el ruedo y en la calle. Sabía complacer al público y satisfacer siempre con un detalle a sus muchos partidarios, sobre todo en la plaza de toros de Madrid.

Toreaba a la verónica con clasicismo y sabía combinar el compás abierto con el toreo a pies juntos, el delantal y la chicuelina, rematada con la serpentina o la media clásica.

Banderilleaba con esa gracia que no necesita de una exhibición de facultades, y era un magnífico y sabroso torero con la muleta; llenos de torería los ayudados por alto para iniciar sus faenas; siempre con la muleta tersa al natural y por derechazos, culminando las series con variados remates, por alto, por bajo, a dos manos y en ingeniosas trincherillas, sin olvidar su peculiar abaniqueo, con el que solía cerrar sus faenas y que, como tantas suertes de adorno, ha desaparecido del repertorio de los toreros.

Con la espada tenía esa especial habilidad para dejar medias estocadas y para disimular que era la suerte que menos le satisfacía de su profesión de lidiador.

También sabía «taparse» cuando el toro no se prestaba o el ánimo flaqueaba, y fue protagonista de hechos y gestas que conformaron su identidad como torero, que son los que han forjado su leyenda.

Y todo lo que hacía tenía el gusto por lo bien hecho, la torería en el gesto, en el ademán, en el andar en el ruedo, en la naturalidad, en la compostura y en transmitir confianza con una sonrisa de felicidad, de sabiduría, de orgullo por ser torero, y de tener el ADN de una dinastía que es de leyenda.

Los públicos percibían esos valores, ese amor a su profesión y a su arte, esa conciencia de que pertenecía a un linaje único. No hay en su historia gráfica ni una contorsión, ni veréis una foto en el que aparezca tumbado, dando un muletazo por la espalda, o girándose en la cara del toro en un inverosímil quiebro.

Su desplante fue siempre elegante, yéndose de la cara del toro con regusto, con compás, y sin esgrimir la espada como el violento colofón de una serie. Y jamás un instante de simulación demagógica.

Su papel en la película Tarde de toros definía sus valores y su personalidad, y en alguna de sus actitudes era reconocible la amistad y admiración que por él sintieron tantos buenos escritores, como Jaime de Armiñán, que se inspiró en las genialidades del Papa Negro para recrear ese excepcional personaje que fue Juncal, cuyas anécdotas recogen la riqueza de las intensas tertulias en la casa de la calle General Mola, 3.

Y fue a morir con los zahones y los botos puestos, toreando una becerra en una plaza de señorío escurialense como la de Puerta Verde, en El Escorial. Y por eso es leyenda, también.

 

Carlos Abella es escritor