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Primer tercio de un día cualquiera

De noche hay insomnios que te hacen soñar. Vuelve la sensación de saliva seca en el paladar y si las piernas se estiran solas, como queriendo que los muslos o músculos recuperen su antigua elasticidad; la pantorrilla parece envuelta en media de seda y un recuerdo de cintura parece enroscarse en una cinta roja de seda pura. Que te calcen la chaquetilla sin lastimar alamares y que el hombre de toda tu confianza mida la altura del añadido en el centímetro justo del cráneo que parece quedar a un palmo de la nuca.

Ya de madrugada te das cuenta que alargas el tiempo por miedo o silencio y dejas que alguien se arrodille a tu pies rosados para amarrarte los machos, esa tensión que se supone equivale al valor y lentamente –con la prisa que ya tienen todos los testigos—enfundas los pies en las zapatillas de negro brillante. Confirmas que la taleguilla tiene su propia coreografía en el espejo y montera en mano, prendes con la otra una veladora milagrosa. Caminas por un pasillo largo del hotel en turno; al final de la alfombra, pisas directamente el albero amarillo bañado en un Sol de amanecer inexplicable.

Todo ha sido un sueño que se alargó entre las sabanas. Abres la ducha para espabilar tus delirios y al tomar la toalla para secarte el torso que se ha vuelto a hinchar se te ocurre un remate. Le llaman Media Verónica y la deletreas con una lentitud que parece congelar la vida entera de Sevilla… y entre unas gotas que nublan sus párpados escuchas sin explicación alguna que explota en tu mente un Olé clamoroso de tendido imaginario.