“Demostrar la preeminencia estética de la lidia y la necesidad de hacer, en su nombre, la revisión sustancial de los conceptos tradicionales sobre la belleza y el arte”. Con esta finalidad fue concebido y escrito, en palabras de su propio autor, La Renovación Estética por el Toreo, de Oscar Miró Quesada, libro publicado en Lima en 1953. ¿La tauromaquia como materia de reflexión estética? Pues sí, además de muchas otras cosas, la tauromaquia como cuestión estética; habrá que insistir en ello todas las veces que sea necesario ante algunos puristas de la fiesta y también ante los puristas de lo políticamente correcto. Y habrá que insistir no tanto para “elevar” el tema de la tauromaquia a una categoría lo suficientemente alta como para ser susceptible de ser considerada por parte de la filosofía del arte, sino más bien al contrario, es decir, para “traer” hacia el discurso estético una materia que puede enriquecer, sin duda, los pensamientos, los razonamientos, los puntos de vista, las poéticas y las sensibilidades propias de la reflexión en torno al arte y sus múltiples problemas. De esto ya dejaron brillante muestra autores tan dispares como Georges Bataille, Michel Leiris o nuestro admirado José Bergamín.
Por fortuna, seguimos contando en la actualidad con ilustres pensadores que mezclan en sus trabajos estética y tauromaquia. “La corrida de toros subleva al mundo”, ha escrito recientemente el filósofo e historiador del arte Georges Didi-Huberman en una preciosa página (incluida foto de José Tomás, por Anya Bartels) que tuvimos la fortuna de poder leer en las páginas de Minotauro. Y nos encontramos aquí con un texto que aborda sin miramientos la tauromaquia como tema de reflexión estética por derecho propio. Es justamente esa “sublevación” mencionada por Didi-Huberman la que debemos afrontar, mantener y fomentar los aficionados cada vez que nos enfrentamos a un mundo como el actual, que ya no parece estar dispuesto a soportar la presencia incómoda, anacrónica, de ese “mundo que se subleva en la corrida de toros”. ¿No es justamente éste un ámbito privilegiado para pensar algunos problemas propios de la estética? ¿No es ese mundo que se subleva en la corrida el que nos puede poner en contacto con la radicalidad de nuestros orígenes?
Entre algunos de los sugerentes temas tratados por Miró Quesada en su libro destaca la sustancial distinción que el autor peruano hace entre la línea recta, estrechamente ligada a lo que él denomina “unidad tiránica” en la “monótona prolongación de un trazo siempre igual”, y la línea quebrada, la curva, más bella porque en su esencia “se concilian, en armonía estética perceptible, la unidad y la variedad”. A partir de estas sugerentes páginas, el lector podrá sacar sus propias conclusiones al venirle a la cabeza toreros de línea recta y toreros de línea curva; cada quien podrá elegir según sus preferencias, pero tendrá más herramientas para saber a qué atenerse a la hora de defender sus gustos en una tertulia taurina, por ejemplo, donde, dicho sea de paso, casi siempre se trata de cuestiones de estética, aunque los interlocutores no sean conscientes de ello en la mayoría de las ocasiones. “¡Ni falta que hace!”, se apresurará a decir el aficionado más purista; y quizás tenga razón.
En otro capítulo de su libro, aborda Miró Quesada la cuestión —fundamental a mi modesto entender—de los pliegues en las telas. En la estatuaria clásica de Grecia y Roma podemos observar las fascinantes telas que “por su dúctil acomodo a las actitudes de quienes los llevaban y por su ondulación al desplazarse las personas que los lucían, eran como el comentario de sus movimientos”. Extraordinario hallazgo; en efecto, la capa y la muleta del matador llevan a cabo exactamente la misma función: “toda la dinámica de los brazos del diestro converge en ese trozo de tela y no tiene más objeto que imprimirle formas y movimientos bellos”. No se me ocurre mejor comentario a la fabulosa intuición señalada por Miró Quesada en su libro que aquella obsesión del maestro Antonio Bienvenida por controlar, hasta el más mínimo pliegue, cualquier movimiento de las telas toreras a partir de sus muñecas y de la yema de los dedos. Su nieto Gonzalo nos ha dejado a este respecto un testimonio extraordinario: “Mi abuelo tenía auténtica obsesión por controlar todos los vuelos del capote, hasta el punto de poder ejecutar todos los pases de capa en el salón sin rozar un mueble”. Existe una preciosa fotografía que da perfecta muestra de ello.
A los toreros se les distingue nada más terminar el paseíllo por el modo en que cogen el capote de brega y el trato que les dan a las telas. Para el ojo experto, basta solo con ese simple gesto para saber si estamos ante un torero que concibe la tauromaquia como una cuestión estética o no. Quien quiera un ejemplo más claro sobre este asunto que vaya a ver a Juan Ortega (torero de línea curva) y no le pierda de vista durante toda la corrida, tanto fuera como dentro del callejón. Siempre que veo torear a este torero me vienen a la cabeza unas palabras del filósofo Víctor Gómez Pin, leídas en su libro La escuela más sobria de la vida, del que nos ocuparemos en la siguiente entrada en este blog:
“… la tauromaquia no peca respecto al arte por defecto (de sutileza o de rigor), sino por exceso (de radicalidad y ambición). Y así, lejos de que el taurino deba hacer propio el tipo de exigencia que caracteriza al receptor usual de la obra de arte, este último debería más bien apropiarse de la disposición del primero. Lejos, en fin, de que el torero deba apuntar a ser fundamentalmente artista, fértil sería para el artista intentar reencontrarse a sí mismo (reencontrar la radicalidad de sus orígenes) tomando modelo en la siempre frágil figura del torero”. Pues eso, una estética desde la tauromaquia.