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La muerte o el yugo

Ya advertía Ernst Hemingway que, en una corrida de toros, al espectador solo le caben dos opciones: o se identifica con la parte animal del espectáculo, o sea, el toro; o se identifica con la parte humana del mismo, o sea, el torero. A día de hoy, esta distinción entre humanos y animales sigue siendo una cuestión más propia del debate filosófico, que de derechos y legislación. Por el momento, humanos y animales no son exactamente lo mismo. Los animalistas luchan por la aniquilación de esta frontera trazada a la fuerza por los especistas (utilizando su propia jerga); mientras tanto, los humanistas siguen abogando por la especificidad propia de las personas en relación al resto del reino animal. En resumen, se enfrentan aquí dos posturas antagónicas: la de los animalistas frente a los humanistas. Decir que los seres animales tienen los mismos derechos que los seres humanos es, básicamente, una cuestión de fe. En este sentido, los animalistas serían algo así como los seguidores fanatizados de esta religión que no es nueva, pero que ha cogido un impulso extraordinario en los últimos 20 años al calor del «mascotismo ilustrado».

Luego están los antitaurinos, que no es que sean propiamente animalistas, sino que son… otra cosa. Un animalista fetén nunca hubiera dibujado una viñeta como esta de El Roto publicada en El País coincidiendo con el centenario de la muerte de Joselito el Gallo. En ella vemos a un buey y a un toro bravo uncidos por el mismo yugo. El buey le dice al bravo: «Este año no hay corridas», a lo que el bravo le contesta: «¡Afortunadamente! Prefiero arar». Un animalista pata negra no estaría nunca dispuesto a admitir que un animal trabaje en estas condiciones; al menos no sin antes revisar (y a ser posible, derogar) la ley laboral vigente. Sin embargo, a El Roto se le nota que es un animalista de la vieja escuela, de esos que, por edad, quizás, ya no se adaptan del todo bien a la nueva ideología dominante, y considera que es mucho mejor trabajar uncido al yugo hasta el día de tu muerte, que ser la víctima sacrificial del viejo rito tauromáquico.

Otros intelectuales de la vieja escuela fueron mucho más honestos a la hora de explicitar los verdaderos motivos de su antitaurinismo. Por ejemplo, nuestro añorado Rafael Sánchez Ferlosio, con motivo de la presentación de uno de sus ensayos en 2008 declaró públicamente: «Fui también aficionado a los toros, pero desde que odio a España, me he tenido que quitar de ellos». Si nuestros viejos antituarinos españoles (como El Roto o Manuel Vicent, autores de un precioso libro titulado AntiTauromaquia, Random House, 2017) expusieran los motivos de su postura de una forma tan clara y directa como el gran Sánchez Ferlosio, quizás los debates en contra y a favor de la Fiesta se pudieran mantener de una forma más precisa. Claro, para eso hay que tener valor, altura moral y, sobre todo, autoridad intelectual.

Al ver la viñeta de El Roto (al que sigo incondicionalmente desde hace muchísimos años a través de las páginas de El País) que acordé de aquel poema de otro antitaurino, Rubén Darío, cuyos últimos versos decían:

LA MUCHEDUMBRE

¡Otro toro!

EL BUEY

¡Calla! ¡Muere! Es tu tiempo.

EL TORO

¡Atroz sentencia!

Ayer el aire, el sol; hoy el verdugo…

¿Qué peor que este martirio?

EL BUEY

¡La impotencia!

EL TORO

¿Y qué más negro que la muerte?

EL BUEY

¡El yugo!

Rubén Darío, Gesta en el coso, ca. 1913

Sabemos por sus propias palabras que a Rubén Darío (1867-1916) solo le interesaba de la fiesta taurina la parte externa, suntuosa, colorista, festiva y pintoresca. Sin duda alguna, de haber tenido que elegir, antes hubiera pertenecido (con toda su sensibilidad enternecida) a la sociedad protectora de animales que a una peña taurina. Él mismo lo declaró de modo inequívoco: «Me encantan todos los preliminares de la lidia y me regocija lo pintoresco y musical del espectáculo; mas protesto en cuanto empieza la fiesta de la sangre, y, ante mis amigos españoles aficionados, me pongo en ridículo». Y más adelante añade: «No se compadece conmigo sino la parte decorativa del coso, por lo cual los taurófilos harán bien en compadecerme» (Notas españolas).

En toda su obra, el poeta nicaragüense tiene un único poema taurino, que lleva por título Gesta en el coso. Elige Rubén Darío a las víctimas de la fiesta, un toro bravo y un buey de servicio (un cabestro), como interlocutores de un diálogo trascendental, como ya eligiera años antes, influido por Leconte de Lisle, a los centauros en su célebre Coloquio. La emocionante y triunfal conclusión del poema, en el que ante la inmediata perspectiva para el toro de la cruenta lidia (capotes, puyas, banderillas…) y la muerte misma en el ruedo, prefiere el buey la negra muerte al yugo. Hoy, más de cien años después, El Roto nos pone frente a una situación parecida; ahora los dos animales están sometidos al yugo, pero, en el siglo XXI, parece que el bravo prefiere asimilarse al cabestro, al contario de lo que sucedía en el poema de Rubén. Y usted, querido/a lector/a, ¿con cuál prefiere identificarse?

El otro autor antitaurino oficial de El País, Manuel Vicent, escribía recientemente al hilo de la suspensión de la feria de San Isidro a causa de la pandemia del Covid-19: «Pese a que detesto comer carne, siempre he creído que este no será un país del todo civilizado hasta que el nombre de Miura, en vez de llevarnos a imaginar el peligro de una aviesa cornada en la femoral, se asimile a un solomillo en un buen restaurante. En lugar de exaltar la muerte como espectáculo y elevar el desolladero a escuela de filosofía habría que dedicar todo el afán gastronómico a que las famosas divisas de Miura, Domecq, Pablo Romero o Victorino sean un día sinónimo de entrecots, solomillos y chuletas». (https://elpais.com/opinion/2020-05-09/sin-toros).

Es más que probable que el escritor valenciano no llegue a ver con sus propios ojos a este país «civilizado del todo»; al menos no de la forma que a él le gustaría. Pero, más allá de las filias y las fobias en torno a las corridas de toro, ¿qué significará esta expresión de «país civilizado del todo»? ¿Alguien en su sano juicio podría dar un ejemplo de «país civilizado del todo»? ¿Cuándo se puede considerar que un país ya está civilizado del todo? En cualquier caso, creo que Vicent, ya sea por pereza mental o porque está muy seguro de llevar toda la razón en esta nuestra época de tibieza sentimentaloide, afronta de forma completamente equivocada el dilema de seguir comiendo carne o dejar de comer carne. Ya lo decía un verdadero experto en la materia, el gurú del animalismo Jonathan Safran Foer:

«El debate a favor o en contra de los toros que hay en España es una distracción. El número de animales que mueren por la tauromaquia no se acerca, ni de lejos, a los miles de millones de animales que sufren al año por culpa de lo que comemos. Pelear por los toros es pelear por algo que no es relevante; solo es un debate interesante que entra en el terreno de lo filosófico. La principal interesada en que se discuta sobre ello es la industria de la carne. No estoy a favor de las corridas de toros, pero entiendo por qué puede ser importante para un español y acepto que sigan existiendo. No destruyen el planeta. El problema de la comida es mucho más grande». (El País, 24/03/2018).

Frente a lo argumentado por Manuel Vicent en su artículo, quizá habría que tener en cuenta aquella otra postura expuesta hace unos años por Diego Bardón cuando decía que él solo comía carne si provenía de un toro muerto a estoque por Morante de la Puebla. Y es que, puestos a dejar de comer carne, podríamos empezar por ahí. En lugar de mandar todas las ganaderías de bravo al matadero, como propone Vicent, comer solo y exclusivamente carne de lidia, eso sí, siempre y cuando se cumpla escrupulosamente con el sacrificio del animal por parte del oficiante del rito, es decir, por el torero. Como señala Safran Foer, el número de animales muertos para darnos de comer se reduciría drásticamente. ¿Estarían de acuerdo los animalistas con esta medida? La lucha de los animalistas castizos como El Roto o Vicent, ¿busca acabar con el sacrifico de animales para el consumo humano o busca acabar con la tauromaquia? No es exactamente lo mismo: la industria de la carne nada tiene que ver con la tauromaquia.

Para terminar, me gustaría traer aquí las palabras del vicepresidente segundo del Gobierno de España, Pablo Iglesias, en el Senado el pasado día 14 de mayo: «A mí no me gusta y me incomoda enormemente que se reivindique como una práctica cultural a proteger algo que no puedo evitar ver como hacer mucho daño a un animal en un espectáculo, para que disfrute gente». Posiblemente, el señor Iglesias, como tantos otros ignorantes del arte y la cultura del pueblo que ahora gobiernan, ignore por completo que el poeta antifascista Miguel Hernández, considerado como poeta del pueblo por antonomasia, mató el hambre y pudo salir adelante gracias a las biografías de matadores de toros que preparó y redactó para la gran enciclopedia sobre Los Toros que, a instancias de José Ortega y Gasset, estaba preparando José Mª de Cossío en los años 30 del siglo XX. Hoy, las izquierdas culturales de nuestro país, se han empeñado en «lavar» la imagen de Miguel Hernández en su condición de poeta aficionado a los toros. Lo mismo intentaron hacer hace ya algunos años con Francisco de Goya, nada menos, al que unas lumbreras del arte y el pensamiento español contemporáneos llegaron a colocar la etiqueta de «pintor antitaurino», con el beneplácito y la aquiescencia de quien tiempo después sería Ministro de Cultura, José Guirao, por aquel entonces responsable de La Casa Encendida.

Posiblemente, ninguna otra poesía en lengua castellana exprese tan bien la lucha por la dignidad como este llamamiento al toro de España, la poesía de Miguel Hernández (escritor antifascista, tan antifascista al menos como nuestro actual vicepresidente segundo del Gobierno) en la que llama al pueblo a ejercer su soberanía, a levantarse contra la tiranía, a despertar del todo.  Llama el poeta a despertar a un pueblo al que ve dormido, un pueblo que aún no ha despertado a pesar de las múltiples y sucesivas traiciones.  Llama el poeta a la dignidad, a ejercer su poder contra los criminales que están acabando con la patria, a mostrar sus armas y romper sus cadenas, a desollarse vivo si es preciso, antes de ser castrado como pueblo,  a luchar hasta la victoria contra los ladrones y asesinos que roban al pueblo sus ganas de vivir; es el toro de España, el toro de la dignidad de un país atenazado por el miedo y la sumisión que debe despertar y demostrar que no es un cobarde cabestro, sino un pueblo que quiere recuperar su soberanía, que quiere luchar y salvarse.

Miguel Hernández, extractos de «Llamo al toro de España», en El hombre acecha (1938-1939).

Desencadénate.

Desencadena el raudo corazón que te orienta

por las plazas de España, sobre su astral arena.

A desollarte vivo vienen lobos y águilas

que han envidiado siempre tu hermosura de pueblo.

Revuélvete.

Partido en dos pedazos, este toro de siglos,

este toro que dentro de nosotros habita:

partido en dos mitades, con una mataría

y con la otra mitad moriría luchando.

Querido/a lector/a, no tiene usted más que comparar este toro del poema de Miguel Hernández con aquel otro toro de la viñeta de El Roto, y comprenderá perfectamente por qué esta rancia ideología que hoy nos gobierna no podrá nunca ver la tauromaquia más que «como hacer mucho daño a un animal en un espectáculo, para que disfrute gente». Queda claro que está gente que dice defender la cultura (así, «la cultura», en abstracto) no entiende mucho acerca de lo que significa el pensamiento simbólico. Y, lo que es mucho más grave, evidencia con sus palabras que desprecia lo que desconoce por completo, es decir; que desprecia la cultura de su pueblo.

Antonio J. Pradel