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A lo largo de su dilatada trayectoria taurina, Antoñete creó una tauromaquia propia que podríamos definir de clásica y eterna. Una manera de entender el toreo adaptada al juego del toro de cada momento histórico y a sus condiciones cambiantes. A saber, aplicarle al astado, con naturalidad e inteligencia, las mejores normas táuricas nacidas de la tradición, de lo acumulado culturalmente en el mundo taurino hasta ese instante.

A través del filtro del saber popular, pero sin menoscabo de pretensiones intelectuales no académicas, su elaboración
de lo clásico está apegada al concepto más positivo del eclecticismo, pues en su hacer como torero Antoñete elige, en las faenas, la pauta exacta para conseguir en cada suerte, ante el toro, la interpretación idónea, medida y perfecta.
El eclecticismo clásico de Antoñete se inspira en el toreo realizado por algunos de los toreros pertenecientes a su generación, aquellos que comenzaron sus andanzas en la segunda mitad de los años cuarenta del siglo xx. A dos de ellos, creemos, le debe la tauromaquia de Antonio Chenel, en lo esencial, referentes mayores; concretamente, a Antonio Ordóñez y a Rafael Ortega. Aunque no debemos olvidar un eco histórico de lo que significó Juan Belmonte y lo que se decía de él. Y las dos influencias todavía directas de Pepe Luis Vázquez y de Manolete, en la urdimbre del sentido de las distancias y del toreo en ligazón. La tauromaquia conciliadora de Antoñete tuvo siempre como clave adaptarse a lo más clásico en las normas, en los principios y en las convicciones. A pesar de haberla atesorado a lo largo de casi cincuenta años como matador de toros (1953-2001), tuvo una explosión regeneradora, desde la técnica y la ética, en los años ochenta del siglo pasado.

A punto de culminar el periodo histórico de la transición a la democracia en España, en 1981 apareció Antoñete como algo necesario, con un excelso arte que acopló a una época en que la tradición estaba siendo revisada con aires nuevos. En ese presente consiguió restaurar la tauromaquia con su estilo clásico, acrisolado por él, desde la experiencia y la creatividad, cuando su sabiduría estaba en su madurez propicia. Con un estilo desembarazado de trampa, investido de dignidad. Estilo natural por llevar el toreo en la cabeza, que le facilitaba saber ver al toro, un punto básico en la labor de todo matador. Ante un animal que para Antoñete tenía que ser bravo, noble, amigo y enemigo, listo e inteligente, para lidiarle y dominarle desde el conocimiento, la técnica y el arte. En faenas cortas y series breves, sin ceder terreno, con las distancias debidas. Aplicándole al toreo un todo armónico, con una estructura indivisible en el parar, citar, templar, mandar, cargar la suerte y ligar. La tauromaquia de Antoñete debe considerarse científica y artística a la vez.

Su estilo clásico y ecléctico, propio, personal, se aposentaba en la capacidad lidiadora, con pocos lances, pero precisos, para limar al toro hacia la faena de muleta y su muerte. Con el capote, entonces, un atemperarle, un enseñarle a embestir sobre el mando del torero. (Pensemos en el toro de Julio Robles, Madrid, 1981). Lances entendidos como muletazos. La verónica, haciendo humillar al animal, ganándole terreno, cargando la suerte, sobre la base, como toda la lidia, de ir ligando los lances. Para él, una clave de la tauromaquia. Uno detrás de otro. He ahí un primer elemento incorporado de otras tauromaquias, en este caso de lo más señero de la de Manolete, la ligazón. Válido para toda la faena. Sin atosigamientos, como todo en Antoñete. La recreación en la media verónica, momento en el que el toro gira sobre la cadera y describe una circunferencia. Un sincretismo del toreo belmontino. Un integrante barroco en el modelo taurómaco de Antoñete. Después, llevar y sacar al toro del caballo, con la participación de la cuadrilla.

Con la muleta, ese inicio de faena único dejando ver al toro y dejándose ver el torero, de punta a punta de la plaza. Cuántas veces escenificado, con una eficacia y una plasticidad inenarrable. Llegado el toro a jurisdicción, recibirle con la pierna arqueada y la muleta abajo para dominar y conducir al astado y para pararle, con pases medidos. A continuación, sobre el buen pitón, sin más probaturas, citarle a la distancia exacta, ese don que también tenía Pepe Luis Vázquez. Con el cite aparece la influencia de la tauromaquia de Antonio Ordóñez, realizándolo en posición sesgada con el toro, semifrontal, con el medio pecho por delante. Un centro. Un eje en el toreo de Antoñete. La importancia de cada pase, el primero, adelantándole la muleta y, llegado el toro, atraparle en la panza, para poderle con el paso al frente de la pierna contraria (el toreo hacia delante), un concepto, el de cargar la suerte, donde se manifiesta la figura, no sólo de Antonio Ordóñez, primer restaurador de ella tras la Guerra Civil, sino el dictado de Domingo Ortega y la profundidad de Rafael Ortega. Según Antoñete, «un imponer de manera valerosa el terreno y el espacio por el que se llevará a la fiera». Tras el embroque, donde se ha producido esa cargazón de la suerte, el medio círculo y dejar al astado en el lugar exacto para que se produzca la ligazón.

Sin solución de continuidad, la esencialidad del segundo pase en el magisterio de Antoñete, porque con él se impone el torero y se abre cada serie a que los pases se empalmen. Tras haber rematado el primer muletazo por abajo y dejado largo y puntual al astado. Ese segundo pase: que lo propone el torero una vez colocado con un giro de los talones. La muleta delante, cargar la suerte de nuevo. El temple y el mando como hilo conductor. Y llevar al toro detrás de la cadera. Un encadenamiento. La muleta como un imán. A veces el compás abierto, otra reminiscencia ampulosa de las formas taurinas de Ordóñez, acompañando el pase con todo el cuerpo hasta el remate final. Pero sin abuso de esta imposición. Y tanto al natural como en redondo, tres, cuatro o cinco muletazos y el remate ligado con el pase de pecho. Una superación consolidada, la de Antoñete, sobre la tauromaquia más añeja, bidimensional, donde se sucedía el natural y el de pecho, practicada por Ordóñez.

Cuando Antoñete torea en redondo, la muleta planchada frente al toro. El giro. El empaque. La trascendencia. (Recordemos Madrid, 1985, con Cantinero). Cuando torea al natural, ese otro pase de oro, completo, embarque limpio en el centro, medio círculo, y alargue del pase, remate con los vuelos y quedarse colocado. (Rememoremos Madrid, 1966, con Atrevido). Ligado al natural el pase de pecho por delante. Cruzado. La muleta en el hocico del toro, la pierna contraria adelantada y echarse al toro a la hombrera sobre el lado que le da salida. Pocos pases más en la tauromaquia antoñetista, si bien todos ellos fundamentales. Añadamos el trincherazo, en el cual fue un artífice consagrado. En su victoria sobre el toro. Y los ayudados por alto. Cite, medio círculo, remate como en el de pecho. Y los ayudados por bajo, remate a veces con el engaño desaparecido. Ligados al de pecho. (Una sinfonía que interpretó en su máxima expresión en la Feria de Otoño de 1981).

Cuán amplia la tauromaquia de Antonio Chenel Antoñete. Clásica. Ecléctica. Versátil. Un todo armónico, aunque le faltó la espada. Sin que en la suerte suprema fuera tampoco un estoqueador deficiente. Cumplió. En todo lo demás sobresalió por sus cualidades, por su amor propio (algo tendrían que ver sus vivencias de posguerra), su vocación, su compromiso, su espiritualidad. Sus fracasos fueron encendiendo el deseo de tener que decir lo que llevaba dentro con grandeza. Y la oportunidad le vino en 1981, cuando inauguró de manera personal la restauración del toreo canónico. De manera antropológica. Por eso muchos jóvenes se enamoraron de los toros. De manera curativa. Por eso los aficionados volvieron a ver toros. Su estilo difícilmente tuvo continuadores. Pero debemos hacer referencia a la sintonía de la tauromaquia de Curro Vázquez con la del maestro. A que César Rincón fue un restaurador de la verdad de su toreo. Que El Cid le recuerda en el toreo al natural. Que Diego Urdiales mantiene su naturalidad. Paco Ureña, su gallardía. Y Juan Ortega, el trazo de su muletazo.

José Campos Cañizares es profesor en la
Universidad Wenzao, Kaohsiung (Taiwán)